Por Arturo Pérez-Reverte |
Ocurrió a principios de 1979. Acababa de regresar del Líbano y Chema Pérez Castro, redactor jefe de Internacional de Pueblo, me preguntó si quería cubrir la guerra civil de Nicaragua. Tres semanas después estaba allí, en una región llamada Nueva Guinea, acompañando —ahora llaman a eso ir empotrado— a una compañía de las fuerzas especiales del dictador Somoza. Ya había estado con los guerrilleros sandinistas; y gracias a un coronel borrachín, putero y simpático del que me hice amigo tomando copas en el hotel Intercontinental de Managua, un avión Aviocar —fabricado en España— que llevaba tropas y armamento a esa zona me había transportado allí, para ver la cosa desde el otro bando.
Lo del avión tiene su puntito de gracia, porque a mi regreso a España un mes después, Chema Sanmillán, el director de comunicación de la empresa fabricante, que también era amigo, me pidió por mi madre que no publicara las fotos del avión español manejado por los somocistas, y creo recordar que publiqué una, o ninguna.
El caso, como digo, es que estaba con los rangers que combatían a la guerrilla —armados con material israelí, cascos y fusiles Galil—, en una de esas operaciones antisubversivas que llamaban de búsqueda y destrucción, y que consistían básicamente en matar a muchos sandinistas. Y cuando no había auténticos sandinistas a tiro, también valía la población civil: llegaban a un pueblito, los mataban a todos y decían que eran guerrilleros, por aquello de las estadísticas.
Y, bueno. En Nueva Guinea había combates serios, porque una fuerte formación guerrillera se había infiltrado por allí, o intentaba hacerlo, y todos se andaban arrimando candela. Fueron unos días ásperos, y recuerdo que alguno lo pasé muy mal porque tenía fuertes dolores de cabeza, se me habían acabado las cafiaspirinas y sólo me quedaban dos supositorios de Optalidón que tenía reservados para emergencias. Pero cuando fui a usar uno, el calor —que era espantoso— lo había derretido hasta convertirlo en líquido. Así que, desesperado, con ayuda de un trago de la cantimplora, me bebí el otro supositorio. Amargo de morirse, oigan. Pero durante un rato funcionó.
A los que ya no les dolía la cabeza ni les dolía nada era a los catorce cadáveres que estaban tirados en el suelo, uno junto a otro, en un lugar llamado Paso de la Yegua. Los rangers que se los habían cargado me dijeron que eran guerrilleros, y tuve que creerlos bajo palabra, porque estaban tan estropeados que era difícil averiguar lo que de verdad habían sido. Es cierto que alguno llevaba prendas militares, pero otros parecían simples campesinos. Había entre ellos una mujer joven a la que una granada le había dejado el torso desnudo y salpicado de agujeritos de metralla. Y cuando me vio la intención, el capitán somocista al que apodaban El Gringo, un fulano chupado, con bigote y la cara picada de marcas, idéntico al actor Edward James Olmos —el de Corrupción en Miami—, me dijo alto y claro que no fotografiase a la mujer. Respondí que no lo haría, por supuesto, y en cuanto volvió la espalda, con la cámara a la altura de mi cintura, disparé tres fotos seguidas. Entonces el capitán las oyó, y regresó hacia mí.
Ahora, háganme el favor, imaginen la cara de un tipo como aquél a dos palmos de la mía. Llevaba el tal Gringo unas gafas Rayban —que no olvidaré jamás— y cuando lo tuve enfrente se las quitó muy despacio, descubriendo unos ojos tan negros y duros que parecían basalto pulido. Me miró así un momento, muy quieto y muy fijo; y después, con una voz tranquila que parecía hecha de ácido sulfúrico, con una calma y cortesía tan heladas que me erizaron la piel, pronunció estas palabras inolvidables: «Amigo, no perdamos la dulzura del carácter».
Me va a matar, comprendí. Estamos en el quinto carajo, no hay más testigos que sus hombres, en cuanto pueda me pegará un tiro y luego dirá que me apiolaron los guerrilleros, que caí en un tiroteo y tal. Llevo tiempo en este oficio y conozco el truco. Pensé eso atropelladamente —después, cuando reflexioné sobre aquello, concluí que no había pasado tanto miedo en mi vida—. Así que hice lo único que podía hacer: en vez de negar, protestar y otras milongas que no habrían servido de nada, abrí la tapa de la cámara, saqué el rollo fotográfico y delante de sus ojos, bien a la vista, lo estiré todo hasta velarlo expuesto a la luz. Y el Gringo, o como se llamara aquel hijo de puta, esbozó una fría sonrisa de aprobación, me palmeó benévolo un hombro y volvió a ponerse las gafas de sol.
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