Por Jorge Fernández Díaz |
La máquina libertaria de vapulear personas y defender lo indefendible se enfocó durante estos meses en cualquier persona que señalara los déficits gemelos del Gobierno: la gestión y la política. Ya saben: colectivistas, golpistas, cucarachas, ensobrados, viejos meados o simplemente necios: no la ven. Hasta que de pronto los hermanos Milei la vieron, arrojaron al jefe de los ministros por la ventana y colocaron en la cabina a un veterano con la misión de ordenar la casa destartalada, ineficiente y semivacía –se calcula que todavía no nombraron a unos 1500 funcionarios relevantes–, con el objetivo de que no se les vuelva a escapar la tortuga (como el día en que dejaron sin gas a la Argentina y tuvieron que ir corriendo a pedirle al “comunista” Lula Da Silva que los salvara del caos, o cuando se dieron cuenta de que tenían olvidadas y arrumbadas toneladas de alimentos para desposeídos en situación de extrema emergencia) y con la meta de animar mientras tanto el diálogo con el “nido de ratas”, donde están cifradas algunas cosas menores, como la reforma económica, la confianza de los inversores y la gobernabilidad.
El veterano en cuestión, que tampoco es un especialista en administrar la cosa pública, fue bastante sincero: el Presidente “no entiende la política argentina”. Esto, que podría ser una boutade o una grave denuncia, es en verdad una jactancia: para el ungido, que jamás se ensucia las manos, esa materia es turbia y tediosa; hay que colocar su imagen lo más lejos posible de ella. Ahora que comienzan a asumir su propia crisis gestionaria y a reconfigurar en parte el “gobierno revolucionario”, podrían pedir disculpas a sus críticos zarandeados, pero no lo harán porque estos muchachos –como los de antes, como los de siempre– se las saben todas. El actual temple esperanzador de las víctimas sufrientes del pasado disimula por el momento las notables trastadas del presente. Una advertencia: los errores administrativos se suceden a tal velocidad que, de no tomar el toro por las astas, estos podrían acabar con la luna miel. El desdén por el Estado los ha conducido a subestimar su gerenciamiento y a empeorar sus prestaciones: el Presidente debería tener mucho cuidado de no ser más anarco que capitalista.
Todo eso no modifica, sin embargo, el contexto: el ciclón de votos dejó a todos sus competidores confundidos y en falsa escuadra. Está claro que ninguna de las otras fuerzas políticas leyó muy bien las nuevas demandas sociales, acaso porque las miraba desde una identidad rígida o un prejuicio ideológico. Fenómeno que se registra también en la Europa culta y experimentada, donde el centrismo se niega a comprender que la creciente preocupación por la inmigración descontrolada no es un mero signo de xenofobia o “una preocupación de la derecha”, salvo porque le han regalado precisamente a esta semejante insumo para que lo transformara en rentable bandera. Néstor Kirchner sabía que para gobernar era imprescindible aguzar los sentidos, estirarse al máximo para que la pelota no entrara y flexibilizar posiciones para no cederle causas novedosas al enemigo. Fue así como desoyó la relativización progre del drama de la inseguridad y se abrazó a los requerimientos de Juan Carlos Blumberg; su viuda, en cambio, quedó amarrada a las teorías de Zaffaroni y se desentendió de un drama real con el que sus adversarios fabricaron sus más eficaces catapultas. El peronismo de izquierda cedió también la lucha contra la inflación y contra el cepo, y se deshizo del carácter productivista para quedar enredado en el quebranto de un estatismo inepto y un pobrismo estéril. También combatió, como si su reloj se hubiera detenido en 1945, el “individualismo”, o dicho de otro modo: la autonomía y la autorrealización, y el emprendedurismo que los consagra, sin discernir que esa clase de libertad constituye la religión laica del siglo XXI. En política, sucede al revés que en la vida privada: hay que cuidarse de las plegarias desatendidas, puesto que estas crean al tiempo impiadosos verdugos con alfanjes afilados. Las encuestas demuestran que muchísimos jóvenes se volvieron mileístas y enemigos de la cultura woke: no advirtió el progresismo argento, con sus adoctrinamientos y su agresiva teoría de género, y sus excesos y cancelaciones de moda, que colocaban en el banquillo de los acusados a cientos de miles de varones inocentes, y no tuvieron la inteligencia luego de integrarlos a una virtuosa campaña feminista en un rol que no fuera el de ofrecerse como simples sospechosos y blancos fijos. La ideologitis y el militantismo, que resultan dos inflamaciones de las ideas y de las nobles militancias, son culpables de algunas de estos ingredientes con los que la nueva derecha cocinó a fuego lento su guiso espeso y venenoso.
Pero tal vez la herida que más duele en el sensible cuerpo de los compañeros perdidosos sea el sesgo plebeyo que revela el voto a Javier Milei. Uno de los activos más valorados por los peronismos de todas las épocas es el de presuntamente representar a los sectores más humildes y recoger de ellos la “conciencia popular”, escudo protector contra cualquier cuestionamiento ético u operativo. Como “el pueblo nunca se equivoca”, cuando este muda bruscamente de monta, el militante tiende a culparse de ceguera política y a revisar su sistema de creencias: nadie quiere quedar afuera de un nuevo 17 de octubre. Los replanteos intelectuales en que están sumidos hoy no se detienen ni siquiera en una hipotética catástrofe de Milei; presienten que el asunto a estudiar es justamente esa metamorfosis profunda del cuerpo social que lo entronizó y que lo sobrevivirá. ¿Qué debería hacer el peronismo frente a esa nueva sociología? That is the question.
También comienza a revisarse el estatismo cerril que emergió en la “década ganada”, y es ahí donde el candidato prematuro Axel Kicillof –acaso advertido de que no debe radicalizarse sino ir en busca del centro como hizo el PT para destronar a Bolsonaro– tiene serias dificultades, puesto que es paradigma de lo que ya no funciona, sigue incrementando la burocracia bonaerense y formulando propuestas de mayor gasto público, y además ofrece un flanco muy débil: cada semana llegan noticias de su ya legendaria mala praxis y provienen de los tribunales de Estados Unidos, donde el fondo Burford busca embargar activos o tomar la propiedad del 51% de YPF, o en su defecto depredar las reservas del Banco Central para quedarse con 16.000 millones de dólares. Kicillof lo hizo, y contra ese yerro imperdonable no hay verso emancipador que valga ni promesa de buena pericia que sea verosímil. El resto del peronismo observa el panorama desde el puente y emite señales de desazón y perplejidad; el radicalismo no está mejor: carece de un liderazgo nacional competitivo, sus votantes han decidido bancar por ahora la peripecia de Milei y se ha ido reduciendo el sector que lo sostenía: la clase media, no como cultura aspiracional (sigue siendo masiva), sino como realidad concreta y mensurable. Algo similar le ha sucedido al sindicalismo: se le ha evaporado mucha de su clientela. ¿Encarnan los radicales una opción centrista y reparadora a futuro; pueden aspirar a algo más que a manejar distritos importantes? ¿Qué es ser radical y qué es ser peronista después de la implosión del sistema? ¿Y quién apuesta hoy un dólar por la sobrevida de Pro, luego de que sus patitos se hayan puesto en fuga y sus líderes queden atados definitivamente al buque del mileísmo? En los hechos, los amarillos tienden a ser fagocitados por la derecha stone porque han olvidado su vieja patria republicana y desarrollista con balcones centristas a la calle, para entregarse a una aventura cerrada y conducida por una secta ideológica y por una diarquía desconfiada. Nada es lo que fue, puesto que para huir del Polo Sur el pueblo argento aceptó marchar hacia el Polo Norte, ignorando otros destinos intermedios y más amables. “Es muy fuerte la correntada, pero lo más probable es que no pasemos de una noche blanca a otra, sino que nos detengamos al final muy cerca del Trópico, donde hace calorcito todo el año”, afirma uno de los más optimistas. Flota en el aire que el ungido tiene lo que casi nadie: buena estrella y buena fortuna. No se puede refutar esa superstición; tampoco la certeza de que carece de orden mental y la necesaria obsesión por gerenciar el día a día. Cuidado porque, al revés que los diamantes, la suerte y la paciencia no son eternas.
© La Nación
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