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jueves, 27 de junio de 2024

Las motivaciones hipócritas

 Por Guillermo Piro

Solemos considerar una virtud haber sido capaces de vislumbrar con anterioridad problemas o soluciones del presente. Eso es cierto, pero no menos cierto es que a veces no vemos que en realidad no hay en ello ninguna previsión o capacidad anticipatoria, sino simplemente la idea errada de que ciertas cosas han cambiado con el tiempo, y que los problemas del presente son solo nuestros, cuando en realidad se vienen repitiendo desde hace cientos de años. En un ensayo de Natalia Ginzburg de 1989 titulado “El uso de las palabras” podemos ser testigos de la guerra afanosa del escritor italiano (así quería ser llamada ella: odiaba la palabra “escritora”) contra las palabras que hoy también están en uso entre nosotros, con igual artificiosidad e hipocresía.

Ginzburg da una serie de ejemplos: “no vidente”, “anciano”, “colaboradora familiar”, “enfermedad incurable”, “operario ecológico”, “persona de color”, “persona pequeña”, que pretenden reemplazar a las correspondientes “ciego”, “viejo”, “doméstica”, “cáncer”, “barrendero”, “negro” y “enano”. Las primeras son las llamadas palabras-cadáver; las otras, las palabras de la realidad. “De esa manera, la gente tiene un lenguaje propio, un lenguaje donde los barrenderos son barrenderos y los ciegos son ciegos, pero encuentra cotidianamente a su alrededor un lenguaje artificioso y, si abre un periódico, no encuentra su propio lenguaje, sino otro. Un lenguaje artificioso, cadavérico, hecho de lo que Wittgenstein llamaba ‘las palabras-cadáveres’. Por docilidad, por obediencia –la gente es a menudo obediente y dócil–, intentamos utilizar esos cadáveres de palabras cuando hablamos en público o en voz alta y conservamos nuestro verdadero lenguaje dentro de nosotros, clandestinamente”.

El ensayista italiano Antonio Sgobba publicó en Il Post un extenso artículo donde da cuenta de su pesquisa tras esa definición wittgensteiniana, de la que resultó una breve y fascinante novela de aventuras. Wittgenstein jamás acuñó ese concepto. Sgobba se sumergió en The Ludwig Wittgenstein Project, un archivo online con todos los textos de Wittgenstein en muchas lenguas, sin encontrar huella de las “palabras-cadáveres”. Luego en Los cuadernos azul y marrón, en las Investigaciones filosóficas, y nada. Entonces retrocede y encuentra una expresión parecida en Fritz Mauthner: Leichenworte. Y más atrás en San Agustín, pensador que por otra parte ejerció gran influencia en Wittgenstein. Finalmente, Sgobba vuelve a avanzar y encuentra apelaciones similares en Gramsci y en Croce, hasta que advierte que reducir el problema a una cuestión filológica equivale a no prestar oído a lo que Ginzburg decía, esto es, que existe una lengua abstracta y muerta y una lengua viva, hablada, y que es absurdo pensar que alguien puede imponerle reglas al lenguaje, porque ninguna autoridad puede decidir qué se puede y qué no se puede decir.

Tal vez algunas palabras-cadáveres con el tiempo terminaron entrando en el habla cotidiana, alcanzando el nivel de palabras-zombis, muertas-vivas, como “persona de color” o “no vidente”. Pero sin duda la expresión “reciclador urbano”, que utilizando palabras de la propia Ginzburg resulta “púdica, cauta, ceremoniosa e imprecisa”, es en definitiva más ultrajante y discriminadora que la sencilla “cartonero”, que ya existía y es verdadera. “De esa manera, la gente tiene un lenguaje propio, un lenguaje donde los barrenderos son barrenderos y los ciegos son ciegos, pero encuentra cotidianamente a su alrededor un lenguaje artificioso y, si abre un periódico, no encuentra su propio lenguaje, sino otro. Un lenguaje artificioso, cadavérico”, dice Ginzburg, que no dejaba de ver cadáveres por todas partes.

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