Poder. Hablar desde el púlpito presidencial ofrece la oportunidad de aclarar ideas o no.
Por Sergio Sinay (*)
Ya sea por una comprensión sesgada, limitada y literal de las ideas, tanto propias como ajenas, o por una animadversión manifiesta a la percepción y aceptación de matices, Javier Milei tiende a generalizaciones o a reduccionismos que entorpecen o anulan las posibilidades de debate. Y donde no hay posibilidades de debate, es decir de intercambio razonado de argumentos, aumenta la violencia verbal, sobrevuela el fantasma de la violencia física, se abren y profundizan grietas y se enrarece la atmósfera que respira la sociedad.
Milei reduce y empobrece los significados de términos como “libertad” y “socialismo”, entre otros. En el primer caso, pone toda la luz de la palabra en la libertad de mercado y en el supuesto derecho (o más bien deseo) de las personas a ser “dueñas de sí mismas” sin intervención del Estado en sus vidas, salvo para proteger la propiedad privada, en primer lugar, y alguna otra función más, como la seguridad. Un Estado mínimo, con pocas leyes, a las que se considera siempre coercitivas y del cual se sospecha que es siempre confiscatorio, cuando no “ladrón” (en el vocabulario presidencial).
Como dice el filósofo político Michael J. Sandel en su libro Justicia: ¿hacemos lo que debemos?, la libertaria es una retórica “promercado y antigobierno”, que prescinde de nociones como solidaridad y empatía o de principios morales que interfieran en la intención del individuo de hacer lo que le plazca. Cuando desde esta óptica se habla de libertad de elegir y libertad de oportunidades se deja de lado algo evidente: en una sociedad de mercado, no se parte de igualdad de recursos. Quien más tiene, más puede “elegir” y quien no tiene, no elige. Así, la libertad avanza para unos y retrocede para otros. En el caso argentino los que menos (mucho menos) tienen rondan el 50% de la población y la cifra viene en aumento desde el kirchnerismo en adelante.
En cuanto a “socialismo”, Milei apretuja debajo de esta palabra todo aquello que no entra dentro de su concepción elemental de “libertad” y libertarismo (al menos la que transmite en su iracunda verborragia). Pero ocurre que comunismo no es socialismo y tampoco lo fue el nacional socialismo hitleriano. La idea de un sistema que buscara la igualdad y la Justicia en la sociedad como requisito inalienable para el bien del individuo fue bautizada como socialismo, de acuerdo con los rastreos más autorizados, por el tipógrafo, editor y periodista Pierre Leroux (1797-1871) durante la Comuna de París, breve insurrección obrera que tomó el poder durante tres meses, de marzo a mayo de 1871, en la capital francesa, y que proponía una sociedad comunitaria y autogestionaria.
Después de una larga y en muchos momentos, honrosa historia de intentos y desilusiones respecto de la idea fundacional, el socialismo está lejos de esa pintura caricaturesca y reduccionista que Milei hace en sus diatribas, en las que le atribuye masacres y tragedias emitiendo cifras incomprobables y caprichosas. “Los socialistas renunciaron a abandonar el capitalismo y se proponen únicamente administrarlo de una manera más social, es decir en interés del conjunto de la sociedad, especialmente de los más pobres”, explica el pensador André Comte-Sponville en su sustancioso Diccionario Filosófico. “Han aceptado la economía de mercado, agrega, sin renunciar a custodiarla. Creen menos en el libre juego de las iniciativas que en la organización del Estado y la sociedad”.
Hablar desde el púlpito presidencial ofrece una extraordinaria oportunidad de aclarar y enriquecer ideas, o de confundirlas. Y eso, sí, se elige.
(*) Escritor y periodista
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