Por Arturo Pérez-Reverte |
Estoy de cena con mi compadre Antonio Lucas, escuchándolo hablar con mucho placer; porque Antonio, además de ser un imitador genial de voces ajenas, tiene una voz estupenda, bien timbrada, que siempre me hace pensar que si en vez de ser uno de los poetas, escritores y periodistas culturales más notables de España hubiera sido locutor de radio en los años 50, cuando la tele aún no había llegado y las chachas cantaban Mi luna de miel y Campanera mientras le pasaban el plumero a los muebles, habría arrasado entre las damas.
Lo imagino, a Antonio, diciendo ante el micrófono con esa voz seductora: «Y ahora, en Radio Nacional, el capítulo trescientos cuarenta y dos de María la huerfanita, de Guillermo Sautier Casaseca», o recomendando una copita de Ojén, o preguntándole a una concursante si era señora o señorita –«Si es señorita, será porque usted quiere»–; y estoy seguro de que habría recibido más cartas de amor que las que, en otro orden de cosas, recibía Elena Francis.
Pero bueno, a lo que estamos. Charlo con Antonio, como digo, comentándole la serie televisiva Un caballero en Moscú, basada en la magnífica novela homónima de Amor Towles. Y al hilo del asunto digo que la serie está muy bien, pero que es chocante que en plena revolución rusa, o sea, en 1918, cuando Lenin, Trotski y toda la peña, uno de los jefes revolucionarios rusos sea negro y con rastas, que el ministro o responsable de cultura soviético sea también negro, y que en los años 20 el hotel Metropol esté lleno hasta la bandera de clientes y empleados del mismo color; que más que el Moscú bolchevique, aquello parece Harlem en hora punta. Y, además, que uno de los capítulos contenga un diálogo delicioso, cuando un negrazo enorme como un armario, el tovarich rastafari, le pregunta ingenuamente —a mi juicio— al aristocrático y elegante conde Rostov: «¿Por qué no permitiste que me casara con tu hermana? ¿Porque soy comunista?».
Le comento eso a Antonio; y él, flemático y mediterráneo como es, se encoge de hombros y responde: «Son los tiempos». Y lo dice con toda la razón, porque los tiempos están hechos por la gente que los habita; y la gente que habita este tiempo quiere, o exige, tener lo que tiene. Nada puede objetarse a eso desde un punto de vista práctico. Si la Historia, el pasado, la realidad, deben retorcerse para que encajen en los cauces por donde discurre el presente, pues se hace y en paz. El proceso es imparable, sin vuelta atrás. Para que el presente y el futuro sean como queremos que sean, el pasado no debe ser lo que fue, sino lo que nos gustaría que hubiera sido. Nada más fácil hoy, cuando la gente de infantería, desprovista de mecanismos defensivos —me refiero a la cultura—, se lo traga todo. Basta con colgar vídeos de treinta segundos, escribir libros de historia o novelas, hacer series de televisión donde, falseando lo que realmente ocurrió, se haga justicia a quienes en otro tiempo no la tuvieron. Tenemos el mundo presente y el pasado perfectos ahí mismo, al alcance de un clic en el teléfono móvil. ¿Cómo resistirnos a eso?
Estáis jodidos, Antonio, le digo. Me refiero a tu generación, ésa que anda ahora entre los cuarenta y tantos y los sesenta. Porque los más jóvenes ya vienen con anticuerpos, vacunados para que nada les chirríe. Lo maman desde pequeños en la guardería y el cole —piratas buenos, lobos entrañables, mujeres combatiendo en las Cruzadas, aristócratas afroamericanos—, y les parece normal. Se lo zampan con inocencia, y punto. En cuanto a los que somos viejos, nuestra ventaja es que nos importa un carajo. Estamos amortizados: sabemos lo que hubo, porque llegamos a tiempo de que nos lo contaran, y la indignación ante la ignorancia y la desfachatez de quienes viven del camelo, y la credulidad de los pringados que se lo compran, se acaba trocando, impotente, en un estoicismo guasón, incluso divertido por el espectáculo. El problema, compadre, es vuestro: de quienes sois demasiado mayores para ser crédulos y demasiado jóvenes para ser indiferentes. Ésa es la tragedia de ser lúcido en una generación que, ahora con un pie en cada orilla, fue sin embargo educada en la útil y noble biblioteca —Homero, Séneca, Cervantes, Montaigne— que ahora se desprecia o se destruye. No envidio a quienes por formación y cultura no podéis tragaros la milonga, pero vivís y trabajáis en un mundo maniqueo, sin matices, que exige bailar con ella. A ver cómo os las arregláis, querido compadre, para ser leales a vosotros mismos y al mismo tiempo sobrevivir en un mundo de bolcheviques con rastas.
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