domingo, 9 de junio de 2024

El alto costo de la política del desprecio

 Por Jorge Fernández Díaz

“No desprecio a los hombres; si así fuera no tendría ningún derecho, ninguna razón para tratar de gobernarlos”, decía el Adriano de Yourcenar, que era un sabio de la vida y del poder. El desdén, la desconsideración, la subestimación e incluso el rencor de Javier Milei por absolutamente todo el arco político, por los economistas e intelectuales más notables, y por la administración general del Estado, son los rasgos dominantes de su rabioso liderazgo. Fue votado en parte para ejercer ese aborrecimiento masivo y colocar contra la pared al elenco completo de la élite argentina, pero el libertario no encarna ese papel catártico por mero cálculo ni por mandato, sino por vocación verdadera y con un íntimo y raro revanchismo. 

El problema es que, tal como sugería el polígrafo Max Aub, “el desprecio engendra desiertos”. Y que en la práctica resulta imposible combinar esa actitud hostil con el imperativo de pulverizar la inflación, desregular y reactivar la economía, y mucho menos lograr esa metas desde un petit comité de fanáticos y desde una minoría alarmantemente raquítica y novata, gobernando con un equipo formado por algunas personas que jamás administraron ni un kiosco, fabricando cada día enemistades a granel, ordenando campañas de humillación contra sus eventuales aliados y leyendo muy mal los sondeos, donde la diarquía gobernante confunde la paciencia con la complacencia. Confiar, por otro lado, en la ciclotímica opinión pública es como mecerse incauta y frívolamente sobre el vacío sostenidos por un frágil clavo de hielo.

Fue el anarcocapitalista y nadie más quien por acción u omisión logró juntar en la vereda de enfrente una abrumadora mayoría parlamentaria. Quejarse al día siguiente de todos y cada uno de ellos –a quienes logró cohesionar precisamente con su unánime desprecio y su curiosa insensibilidad– es como lamentarse del poder devastador del mar y de la voracidad de los peces: no fue votado para narrarnos las injusticias oceánicas ni las conductas de sus criaturas, que son una obviedad, sino para mantener el buque a flote, lograr que la tripulación lo obedezca y llevarnos a buen puerto. El ensañamiento del mileísmo con toda la oposición, pero especialmente con Martín Tetaz y Miguel Ángel Pichetto –”ponen palos en la rueda, peronistas y radicales unidos por el privilegio”– muestra la desesperación por autoexculparse de un nuevo Waterloo y la escalofriante incapacidad para seducir a dirigentes amigables y a grupos partidarios que comparten el rumbo general y que están dispuestos a acompañar muchas de sus propuestas. Es que seducción y menosprecio no maridan bien.

La Libertad Avanza –partido manejado por la hermana Karina– ya se cree dueña absoluta del voto radical y de la voluntad del peronismo moderado; también del votante de Pro, fuerza solidaria a la que le niega lugares en la función pública, donde el oficialismo ha preferido dejar a kirchneristas y massitas en cargos relevantes antes que meter a los expertos en la materia que le ofrece el mismísimo Mauricio Macri. La idea es clara: los “amarillos” serán en todo caso personal anexado y servirán de furgón de cola; no se puede correr el riesgo de que esos curtidos especialistas terminen manejando el Gobierno por la simple y tan temida dinámica del peso propio: mejor confirmar a los operadores y camaleones que tantos años medraron con la gran burocracia y sumarles a varios ingenuos leales, aunque sean risibles amateurs. Aquí el desprecio de los libertarios tiene como objeto al líder de Cambiemos y a sus cuadros técnicos y políticos más experimentados. El resultado de ese sentimiento penoso, de esa ideología del asco y del descarte, pudo detectarse en todo el “escándalo de los alimentos”, que reveló a la postre una inescrupulosa improvisación y un desorden esperpéntico y turbio en un área muy sensible, y que nos legó una escena digna de Titanes el Ring, aunque sin la bondad primitiva de Martín Karadagian. Las dos grandes novedades que presentó ese cuadro no fueron que monsieur Grabois actuara de Grabois y pegara cuatro gritos histriónicos en un juzgado, sino que al final haya tenido razón –así lo dictaminó la Justicia– y también que su antagonista –supuesto emblema de “las fuerzas del cielo”– haya resultado ser la compañera Leila Gianni, una militante de todos los peronismos y una burócrata de manual representando patéticamente el rol de alfil exaltado contra el statu quo. Una kirchnerista que vio la luz hace cinco minutos luchando, en un pasillo y en nombre de la Patria Libertaria, contra un kirchnerista vocacional que la acusaba de kirchnerista. Antológico.

Todo este sainete, unido a las consecuentes e innecesarias dificultades por las que ahora atraviesa la Ley Bases, no solo puso los pelos de punta de la “gente de bien”, los “dinosaurios melancólicos” o el establishment, sino de quienes Milei más respeta y teme: los mercados. Que reaccionaron con fuertes turbulencias traducibles de una única manera: el tema sustancial no es lo que le propinan a este gobierno, sino lo que este gobierno se inflige a sí mismo. No hay curva de aprendizaje, todas las semanas se tropieza con la misma piedra y no consigue garantizar una alianza legislativa y, por lo tanto, un programa institucionalmente sustentable. El “principio de revelación” a los mercados les importa un bledo. Y el rol de influencer de la Nueva Derecha mundial por lo visto tampoco los conmueve. Sus declaraciones a Free Press pueden parecerles simpáticas a cualquiera que no viva en la Argentina: “Amo, amo ser el topo dentro del Estado –declaró Milei–. Soy el que destruye el Estado desde adentro. Es como estar infiltrado en las filas enemigas. La reforma del Estado la tiene que hacer alguien que odie el Estado y yo lo odio”. Mirando el modo en que está conduciendo la administración pública y las increíbles torpezas e inconsistencias de su gabinete podríamos colegir que el topo está logrando su misión con creces. Qué destino desafortunado el del Estado argentino moderno: los estatistas que venían a encumbrarlo, al final lo fundieron y degradaron; los libertarios que venían a derruirlo, no pueden siguiera manejarlo y navegan en su impotencia. Como hemos naturalizado el disparate y parece que las palabras ya no significan demasiado, resulta que podemos pasar por alto la admisión de un presidente constitucional que tiene la intención no de reducir el Estado a su mínima expresión, sino directamente de demolerlo. ¿Podríamos imaginar lo que Alberdi, Sarmiento, Mitre y Roca hubiesen dicho y hecho frente a semejante confesión en grado de tentativa? Los próceres históricos de Milei fueron quienes pusieron, precisamente, los grandes pilares del Estado nacional.

En esa misma entrevista, Milei se compara con Terminator, aunque deberá contentarse con Federico Sturzenegger y no con Arnold Schwarzenegger, que presuntamente es libertario: Milei dice venir de un futuro posapocalíptico –la Argentina– para salvar al Occidente pródigo del socialismo (sic). Podríamos analizar las raíces católicas de esa analogía o recordarle que en aquella primera versión Terminator era un monstruo sin sentimientos, pero es mejor soslayarla para no tomar en serio un delirio de grandeza, o una simple pavada al paso. Milei está a punto de perder, en su raid global, la noción del ridículo. Incluso desprecia esa noción. Mientras tanto, la economía local no entiende de películas, pero sí de catástrofes: hay signos de una híperrecesión muy preocupante a la vista, ya casi nadie cree en un repunte rápido, distintas voces autorizadas advierten sobre el problema cambiario, la esperada liquidación de la cosecha gruesa parece el general Alais y una nueva baja de la inflación no luce suficiente para calmar las dudas. Un taxista me dijo esta semana: “Yo la veo, ¿sabe? De verdad que la veo. Pero no la siento. Me cayó un 40% el ingreso y todos los meses me aumenta todo”. El libertario lleva poco tiempo en el poder y merece una segunda y hasta una tercera oportunidad, pero quizá le iría mejor si dejara de dañarse a sí mismo, y en lugar de detestar y ultrajar a todos, aprendiera a servirse de quienes pueden socorrerlo; también si consiguiera flexibilizar con puro sentido común algunos de sus dogmas de hierro. El filósofo suizo Henri-Frédéric Amiel, amargado por la tremenda distancia entre la vida soñada y la real, escribió un diario memorable, y es también autor de una frase certera: “El que desprecia demasiado, se hace digno de su propio desprecio”.

© La Nación

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