Por Arturo Pérez-Reverte |
Los gritos del negro se oían en el hotel. En realidad todos los que estaban allí eran negros, o casi, pero aquél gritaba mucho. Llevaba toda la tarde haciéndolo. Ocurrió a mediados de los años 80, en un lugar del sur de Angola llamado Mavinga: un pudridero infecto, exactamente la clase de lugar por donde, llegado el caso, al mundo le pondrían un supositorio. Había allí algo parecido a un hotel, y en ese hotel, o lo que fuera aquello, estaba el arriba firmante intentando conseguir una entrevista, que nunca obtuve, con un tal Jonas Savimbi, jefe de un movimiento guerrillero local llamado Unita, al que algo más tarde mataron en una emboscada.
No había buen ambiente. Era una guerra civil sucia, en la que también andaban liados sudafricanos y cubanos. La descolonización portuguesa era reciente y las cosas no andaban claras sobre quién se comería el pastel. Para resolverlo, unos y otros se mataban a conciencia al estilo África: mucho machete, chas, chas, chas, para ahorrar balas. Aunque no faltaba la tecnología moderna. Cerca de Mavinga, en el río Lomba, aviones Mig-23 nos habían tirado napalm. Pero ésa es otra historia.
El caso es que el negro que gritaba era del otro bando, o eso pensaban los que le habían echado el guante. En un cobertizo que hacía de garaje del hotel, pegado al bar, le preguntaban cosas; pero el infeliz no conocía las respuestas o tardaba en darlas, porque aquello se prolongaba mucho. Yo estaba en el bar con un angoleño del departamento de prensa de Unita llamado Melo, y aprovechábamos que un generador eléctrico mantenía frías las cervezas: lujo difícil de imaginar para quien nunca tuvo sed en lugares como ése.
Al cabo de un rato, el negro dejó de gritar y en el bar apareció un fulano; blanco, barbudo, con un pantalón de camuflaje y una camiseta de tirantes. Un mercenario portugués. Venía empapado de sudor, porque el calor era horroroso. Cogió una cerveza, y como conocía a Melo vino a sentarse con nosotros. Era regordete y simpático, y cuando supo que yo era español se mostró muy afable. Nacido en Elvas, dijo. No éramos compatriotas por pocos kilómetros, añadió riendo. Había hecho la guerra colonial y le gustaba África, así que se quedó a combatir. Apreciaba a los pretos, a los negros de allí. Estaba en el 275 batallón de fuerzas especiales. Fernando, se llamaba.
Con la segunda cerveza —yo invitaba— le pregunté por el fulano de los gritos. Sobre los motivos del asunto no se mostró explícito, pero comentó algo que me interesó mucho más. Ese es de los tontos, empezó diciendo, y aquello atrapó mi interés. De los poco inteligentes, añadió, y tal era el problema de esa tarde. Pregunté por la diferencia entre un tonto y un listo a la hora de ser torturados —evité esa palabra, claro; creo recordar que dije persuadidos—. Y para mi sorpresa, mi nuevo amigo Fernando me dijo que la diferencia era mucha.
Explícame eso, pedí con la tercera cerveza. Y lo hizo. Hay hombres cobardes o valientes, dijo. Más sólidos o débiles que otros. Pero para interrogar a un hombre inteligente ni siquiera hace falta tocarlo. Basta con hacerle pensar en lo que le espera: en las consecuencias de mantener la boca cerrada y las ventajas de abrirla. Los dejas que se cuezan en su propia imaginación, y al rato son capaces de delatar a su madre. Los tontos, sin embargo, los que carecen de imaginación y además son testarudos y brutos, es más difícil que hablen —en este punto, Fernando me guiñó un ojo—. Ésos requieren otro tratamiento. Y ahí entra el arte del interrogador, porque si no vas con cuidado, si te pasas, los puedes matar antes de que cuenten lo que quieres oír. De bruto a bruto, un interrogador chapucero no sirve para nada; sólo para hacer daño inútil. Y si eres torpe, el paciente se te va de las manos.
Seguí pagándole cervezas, fascinado. Se bebió seis. Supongo que muchos de quienes hoy leen esto, la gente de limpia conciencia, le habrían recriminado valerosamente su tranquila crueldad técnica. Pero no estaban allí, y yo sí estaba. Mi trabajo no era hacer mejor el mundo y a quienes lo habitan, sino comprender y contar para que otros comprendieran. Y aquel atardecer, mientras la luz enrojecía la ventana, comprendí cosas que luego pude contar. Todavía las cuento, escribiendo novelas con la mirada que tal vida me dejó. Entre lo que me educó esa mirada se encuentra, también, el portugués Fernando: el mercenario regordete y simpático que tras apurar la última cerveza se despidió suspirando, fatigado: «A ver si termino esto de una vez». Y se fue del bar. Y Melo y yo seguimos bebiendo para quitarnos lo amargo de la boca mientras en el garaje volvían a resonar los gritos.
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