Esaú y el plato de lentejas - Jan Victors
Por David Toscana
En los evangelios de Lucas, Marcos y Mateo hay una escena en la que los discípulos discuten quién de ellos habría de ser el mayor en el reino de los cielos. La pregunta que se hacen es clara en la Vulgata: “Quis, putas, major est in regno caelorum?” El nazareno los regaña por andar buscándose pompas celestiales: “De cierto les digo, que si no se vuelven y se hacen como niños, no entrarán en el reino de los cielos”.
Ese infantilismo, esa simplicidad, aparece como elevación del espíritu que vale más que la elevación del intelecto. “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños”, leemos en otro pasaje de Mateo.
Tenemos a Pablo, que sentencia en su primera carta a los corintios: “Nadie se engañe a sí mismo; si alguno entre ustedes se cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que llegue a ser sabio”. Frase extraña en un hombre de postura sabia que anda aleccionando al mundo.
Puede debatirse qué se entiende aquí por ignorancia, pero ciertamente han servido estas palabras para promover la pereza intelectual. Por eso mucha gente que no se atrevería a leer a San Agustín conoce la anécdota del niño que pretendía llenar con agua del mar un hoyo en la arena. Tanto uno como el otro estarían mejor bajo una palapa, bebiendo agua de coco, que haciéndose preguntas sobre la Santísima Trinidad.
Jesús dice: “Si tu mano o tu pie te es ocasión de caer, córtalo y échalo de ti; mejor te es entrar en la vida cojo o manco, que teniendo dos manos o dos pies ser echado en el fuego eterno. Y si tu ojo te es ocasión de caer, sácalo y échalo de ti; mejor te es entrar con un solo ojo en la vida, que teniendo dos ojos ser echado en el infierno de fuego”.
Palabras, creo, metafóricas, aunque sabemos que algunos pseudosantos las han tomado al pie de la letra, y no fue un pie ni una mano lo que se cortaron.
Metáforas aparte, nada ha sido tan aborrecido por la dictadura religiosa como el pensamiento. Y si “tu pensamiento te es ocasión de caer”, ¿qué parte del cuerpo debes extirpar?
Quizá la Inquisición no debió quemar sino decapitar. Pero he aquí una duda: si alguien se corta la mano o se saca un ojo, entra en el reino manco o tuerto. En el caso del decapitado, ¿entra en el cielo una cabeza sin cuerpo o un cuerpo sin cabeza?
El autor del Eclesiastés tiene unas palabras que se han traducido de manera diversa: “lo que falta no se puede contar”, “lo que se ha perdido no puede recuperarse”, “nunca se completa lo que falta”, y cosas así. Curiosa es la torcida traducción de San Jerónimo al latín, que acabó por marcar las conciencias de muchos cristianos durante siglos: “stultorum infinitus est numerus”, o sea, que el número de idiotas es infinito. Más parece frase de P.T. Barnum.
En cambio, entre los proverbios de Salomón, los consejos van en dirección contraria: “Los sabios heredarán honra, mas los necios llevarán ignominia”, dice uno. Y otro más explícito: “Sabiduría ante todo; adquiere sabiduría; y sobre todas tus posesiones adquiere inteligencia”. Proverbios 12:1 dice: “El que ama la corrección ama el conocimiento, pero el que aborrece la reprensión se embrutece”. Por algo suele ser más erudita la gente que se quedó en el Antiguo Testamento sin pasar al Nuevo.
Para que el necio sea sabio y viceversa, Sebastian Brand escribe “Quien se tiene por necio, pronto se convierte en sabio; pero quien quiere ser siempre docto, es fatuo”. Esta idea hace eco del Socrático “Yo sólo sé que no sé nada”, frase sin sentido lógico y sin sustento para su propia ética, pues, según él, nadie obra mal por voluntad propia, sino por la ignorancia que le impide conocer el bien. “El saber es un bien y la ignorancia es un mal”, escribió Platón que dijo Sócrates.
Más allá del bien y el mal, sin preocuparse de ir al cielo, algunos de los antiguos griegos percibían claras virtudes en los sabios y rotundos vicios en los ignorantes.
Paréceles, en efecto, a Zenón y a los filósofos estoicos que lo siguen que hay dos clases de hombres, la de los sabios y la de los ignorantes; que es propio de los sabios practicar las virtudes durante toda la vida, y de los ignorantes practicar los vicios. Por eso, a los unos les corresponde acertar siempre en todas las cosas que emprenden, y a los otros, equivocarse.
En serio o en broma, dado que a los sabios les corresponde acertar siempre, podemos leer en El banquete de los eruditos que “es doctrina estoica que todo lo hará bien el hombre sabio, incluso preparar juiciosamente unas lentejas”.
Quizás sea así, pero la sabia receta de Zenón lleva un manojo de cilantro, y las ignorantes lentejas que estoy cociendo en la estufa llevan ajo, zanahoria, una hoja de laurel, chorizo, moronga, tomate, un poco de panceta, dos chiles de árbol, cebolla, una papa grande, sal, pimienta, aceite de oliva, otras linduras y un secreto que no se saben los españoles: las comeré con tortillas recién hechas. Jacob no las cambiaría por nada.
Para ir al cielo, está la sabiduría de San Pablo; para dominar los instintos, están Sócrates, Zenón y los estoicos; pero a la mesa se va con los epicúreos.
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