Por Jorge Fernández Díaz |
El gran secreto de uno de los más geniales novelistas fantásticos de todos los tiempos radica en el crudo realismo con que siempre describió la sociedad en la que ocurrían los acontecimientos más increíbles y sobrenaturales. Volcado ahora a la novela negra y buscando aquel mismo efecto de verosimilitud, Stephen King no solo es capaz de regar con reconocidas marcas comerciales la acción y hacerle decir a un personaje de ficción que Netflix produce bodrios, sino que se ve obligado también a dar cuenta –casi en tiempo real– de la grieta que se abrió en su país luego de la experiencia trumpista: madres e hijas distanciadas, vecinos que se odian, “lágrimas de alivio cuando Biden ganó las elecciones” y una conclusión lapidaria: Donald Trump se ha ido dejando a sus espaldas un país en guerra consigo mismo (sic).
En su última obra –Holly– King no intenta pontificar ni llevar agua para su molino; solo recurre a ese fenómeno que es hoy central en el herido subsuelo social de los Estados Unidos, porque si lo eludiera sus lectores no podrían suspender su incredulidad y sentir identificación con las criaturas imaginadas y, por lo tanto, aceptar las peripecias extraordinarias que le aguardan. Es muy impresionante abandonarse a una investigación detectivesca (el gran género sociológico de la actualidad) y a la vez notar el trauma que el trumpismo ha abierto en el pueblo norteamericano: una cosa es que los ensayistas y teóricos te lo enuncien racionalmente; otra muy distinta es “vivirlo” por dentro como un lector involucrado en la trama.
El populismo de cualquier signo industrializa el divisionismo y la enemistad, y no sabe evolucionar sin ellos. En el siglo pasado, solía escucharse en la Argentina una sentencia doméstica: “Para tener la fiesta en paz, está prohibido hablar de política, religión y fútbol”. En el siglo XXI, cuando la polarización se precipita gracias a la perversa dinámica de las redes, la política se volvió precisamente religiosa y adoptó las facetas negativas del fanatismo futbolero más violento, esa pasión malsana que injuria y calumnia, y le desea la muerte al contrario o lo amenaza con sodomizarlo. El populismo de izquierda –con su afán hegemónico– se ha servido de esos resentimientos y la Nueva Derecha –otro “proyecto revolucionario”– ha recogido el guante y ha sofisticado su uso. Para ambos se trata de alcanzar el timón, establecer un rumbo sin discusiones, domar a la tripulación y echar simbólicamente por la borda a los resistentes y a los tibios. El filósofo e historiador canadiense Michael Ignatieff, uno de los intelectuales liberales más prestigiosos del mundo y flamante ganador del Premio Princesa de Asturias, explica que cuando la política absorbe toda la identidad –cuando no hay patrias transversales como el deporte, la música, la cultura, los oficios, los negocios o la vida cotidiana que nos unan a quienes pensamos distinto– corremos el riesgo de destruir la democracia: “Porque luchamos en cada uno de nuestros conflictos como un conflicto político en el que chocan dos identidades básicas, y ya no puedes tener amigos al otro lado de ese abismo de identidad. Cada victoria para ti se convierte en una pérdida para el otro. Todo se vuelve de suma cero”. En una entrevista que le realizó el gran periodista español Jesús Calero, este filósofo pone el dedo en la llaga: si pretendemos defender la convivencia hay que fortalecer las “afinidades apolíticas” para boicotear el sectarismo y la lógica binaria, y son incluso necesarias ciertas formas de “civismo hipócrita, porque eso nos permite tender puentes dentro de divisiones que de otro modo son un muro. Demasiada sinceridad moral, demasiada virtud, son malas para la política. Porque entonces la política se convierte en la clave de nuestra moralidad”. A pesar de las tácticas agonales, para Ignatieff persiste una pulsión latente en cualquier comunidad moderna: “La gente quiere reconciliación y paz. Quieren vivir juntos. Volveremos a coser lo que hemos destrozado”.
El problema se agudiza en naciones como la nuestra, donde el populismo es la principal cultura política, porque la estrategia de amigo y enemigo ha probado ser ganadora, y donde a una fuerte operación de antinomia –pueblo y antipatria– le sucedió otra, aunque de signo contrario: gente de bien y casta. Es interesante el modo en que otro filósofo, Fernando Savater, desarma esa última simplificación: “La democracia es el régimen político en el que la culpa de lo que pasa la tienen los ciudadanos. En una dictadura pueden culpar a un dictador; durante una invasión, a los invasores. Pero en una democracia la tienen los ciudadanos y por lo tanto no tienen mucho derecho a quejarse”. Fue exitoso exculpar a los votantes de sus propios errores e inducirlos a optar por quien era virgen de toda experiencia y poder, pero Savater nos recuerda sin aludirnos especialmente que los gobernantes de cualquier república democrática se parecen mucho a los gobernados y que no son ajenos de ningún modo a su espíritu venal, sus engaños o su mala praxis. De un plumazo, con mucho de mala conciencia y como tantas veces en la historia (recordar Malvinas o la convertibilidad), los argentinos niegan su responsabilidad y se apartan de ella como de la lepra. El discurso del consuelo siempre dispone un borrón y cuenta nueva, y edifica una posición antagónica al hecho vergonzoso; jamás hay, por lo tanto, un autoexamen serio y sereno de nuestras pifiadas e inconductas: lo contrario de un error tiene que ser forzosamente un acierto. Por lo menos, mientras dura la luna de miel y la realidad no demuestre lo contrario. No somos víctimas inocentes de la “casta”, sino sus creadores. Y el León tampoco es ajeno a ella; más bien pasó gran parte de su vida profesional trabajando en sus jardines corporativos y partidarios.
El viaje presidencial de esta semana conecta con ese tema de fondo, puesto que Javier Milei se está acostumbrando a saltear las relaciones con los gobiernos para militar directamente en la Internacional trumpista que lo cobija y representa: sus vínculos en España ni siquiera son con Feijóo o Ayuso –liberales blandos– sino con Santiago Abascal, férreo factótum de Vox. No es la primera vez que Milei participa del Festival Viva organizado por la extrema derecha en España y al que adhieren otros simpáticos muchachos como Victor Orban y Marine Le Pen. La diferencia radica en que esta vez el libertario es jefe de Estado, y que su intervención en semejante evento resulta una ratificación ideológica de propósitos, no solo económicos sino también sociales y morales: esa controversial agenda escondida que guarda para cuando se plebiscite su gestión durante los comicios de medio término. Solo a modo de ilustración: Abascal considera que Vox nació para darle batalla a la “dictadura izquierdista”, donde incluye naturalmente a la socialdemocracia y a los liberales centristas y conservadores moderados que han sido sus “cómplices”. Dijo alguna vez, para que no quedaran dudas: “Me dan igual progres o comunistas. Lo tenían muy fácil hasta ahora. Se sacaban un sambenito de la chistera y ya tenían a la ‘derechita cobarde’ gimoteando en una esquina al menor viento de crítica”. No hay lugar para los débiles, todo es trinchera y, por lo tanto, democracia mutilada.
Esa confirmación del “modelo Milei” no le quita mérito a su intento de ordenar las cuentas públicas, popularizar la virtuosa idea de la austeridad fiscal, bajar la inflación y desregular un Estado sofocante e incompetente que se había transformado además en un aguantadero. Las denuncias contra las mafias piqueteras y los escandalosos detalles que gracias al Gobierno salieron a la luz estos días –manejos turbios de los planes sociales, infame extorsión que ejercían los punteros sobre sus beneficiarios, alimentos que se vendían bajo cuerda en almacenes– constituyen un hecho político de gran relevancia, porque desnudan a una izquierda que cacareaba altruismo e irradiaba superioridad moral, cuando en verdad estaba prostituida por el dinero. También es importante la denuncia judicial por múltiples amenazas físicas, amedrentamientos y bloqueos que distintos grupos de choque del sindicalismo perpetraron durante el último paro general. Estas buenas noticias no disipan, sin embargo, los riesgos de un proyecto que se identifica con la ultraderecha. Y eso es algo que no deberíamos negar por pereza intelectual o deseos ciegos; ya nos advertía Stephen King: “Mentimos mejor cuando nos mentimos a nosotros mismos”.
© La Nación
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