Por Arturo Pérez-Reverte |
Si en poderío internacional y en lo de mojar la oreja a todos el siglo XVII había sido francés, el XVIII fue inglés. Y el mar y los territorios coloniales tuvieron mucho que ver con eso. La Guerra de los Siete Años no se libró sólo en territorio continental europeo. Entre 1756 y 1763, y ya desde un poco antes, los intereses de Francia e Inglaterra se encontraban enfrentados tanto en América como en la India. La guerra en Europa calentó mucho el panorama y dio pretextos, sucediéndose las batallas navales y terrestres en los territorios coloniales, que eran proveedores de materias primas y otras riquezas; así que unos y otros, peleando como gatos panza arriba, defendían su parte del pastel y ambicionaban la ajena.
La España ahora gobernada por los Borbones, que con la poderosa inercia del pasado aún seguía siendo algo en el mundo, le llevaba el botijo a Francia, secundándola tanto en las victorias, que fueron algunas, como en los desastres, que no fueron pocos, y en los que a menudo pagó ella la factura (aunque a veces nos apuntamos grandes éxitos parciales, como cuando Blas de Lezo le rompió los cuernos al comodoro Vernon en el intento inglés de tomar por la cara Cartagena de Indias). El caso, de todas formas, es que esa guerra ultramarina la fue ganando poco a poco Inglaterra, cuya marina mercante y de guerra alcanzó en este tiempo una fuerza y un prestigio asombrosos. Al empezar el último tercio del siglo, el Canadá (antes francés) ya era casi completamente británico; y el rey gabacho Luis XV (un pringado abúlico al que todo se la traía floja salvo el pampaneo de Versalles y calzarse a sus caprichosas amantes), mediante la Paz de París (1768) había cedido a los ingleses amplios territorios en América del Norte (los situados en la orilla izquierda del río Mississipi) y algunos enclaves africanos (la pardilla España, que se había metido en la guerra como aliada de Francia, perdió la Florida, Menorca y pudo conservar Filipinas de puro milagro). El otro plato fuerte que se zamparon los de Londres (Pitt el Joven fue el gobernante que impulsó esa expansión colonial británica) fue la renuncia francesa, qué remedio, a mantenerse en la India, donde se había establecido con mucho poderío y desvergüenza la empresa mercantil llamada Compañía de las Indias Orientales; y como también había arrebatado Ceilán a los holandeses, Inglaterra se hizo en Asia con un imperio de doscientos millones de habitantes, que se dice pronto. Así, entre pitos y flautas, o sea, entre América y la India, convertida Gran Bretaña en chulo casi indiscutible de los mares, saqueando cuanto podía de todo y de todos, nación pirata, arrogante y depredadora sin escrúpulos de lo ajeno, se hizo la más importante potencia colonial del mundo. Pero hay que reconocer, las cosas como son, que los de allí se lo curraron con mucho arte, consiguiéndolo todo a pulso con aventureros intrépidos, soldados aguerridos, marinos competentes y una visión comercial extraordinaria, facilitada por la impresionante transformación económico-social que a partir de 1760 modernizó el país y alcanzó a modernizar el mundo. Aquella primera Revolución Industrial (así la denominó la Historia), que también llegó a la agricultura, fue posible gracias a inventos como el telar mecánico, la máquina de vapor, la máquina de hilar y muchas otras novedades geniales que permitieron a los ingleses adelantarse a todos, amigos y enemigos, en materia de industria y comercio, situando a Gran Bretaña en la cumbre de la más avanzada economía capitalista; simbolizada en la publicación (1776) de la importante obra de Adam Smith La riqueza de las naciones, donde la madre del cordero era el concepto llamado utilitarismo: nación consciente de su supremacía económica, más preocupación por la eficacia y el bienestar que por las luchas políticas, gobiernos moderados que favorecieran el desarrollo del comercio y no sangrasen a impuestos a la peña, armonía entre el interés individual y el interés general, seguridad jurídica, respeto a la propiedad y todo eso. Y en especial, considerar que la verdadera riqueza de un pueblo era el trabajo nacional. Un tiempo nuevo rompía aguas en la vieja Europa. No en vano la palabra optimismo surgió y se escribió por primera vez en Inglaterra hacia 1740. Y también la expresión ciudadano del mundo (ésta en Francia) aparece por esa época, cuando Montesquieu escribe: Aun sabiendo que algo es útil para mi patria, no me atrevería a recomendarlo si fuera ruinoso para otro país… De ese modo, Revolución Industrial inglesa e Ilustración francesa coincidieron para alumbrar un tiempo nuevo. Y los cambios que una y otra iban a imponer en Europa serían extraordinarios.
[Continuará].
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