Por Arturo Pérez-Reverte |
Hace cuarenta años, cuando aún era reportero y durante una breve conversación con el entonces presidente socialista Felipe González, le pregunté por qué, tras haber manifestado su intención de disolver la Guardia Civil si llegaba a gobernar España, aún no había llevado a cabo su propósito. Y la respuesta fue esclarecedora: «Descubrí que tener un Cuerpo disciplinado que cumple órdenes contra viento y marea, siempre en su puesto pase lo que pase, es algo extremadamente valioso».
Pienso en eso a menudo en estos tiempos de infamia, cuando faltos de medios y maltratados por altos mandos serviles, por directores generales incompetentes y por ministros del Interior sin escrúpulos —tampoco eso es nuevo, pues la vileza política no tiene color determinado—, la Guardia Civil, una de las pocas instituciones en las que, cuando las cosas se ponen feas, los españoles confían todavía —allá cada cual si consiente en verse privado de ella—, la Guardia Civil, repito, vive, trabaja y a veces muere sometida a la dejadez y la indefensión, compensando con sentido del deber y pundonor profesional la incuria, la cobardía y la poca vergüenza de sus más altos responsables.
Y claro. Cuando echas un vistazo al triste panorama de lo que hay y de lo que va a haber, no puedes menos que admirarte de que aún queden guardias civiles a quienes les ordenen «Martínez, póngase ahí y cumpla con su deber», y Martínez, en vez de mandar a tomar por saco al general o al ministro que se lo dice, se ponga donde le dicen y se mantenga allí contra viento y marea aunque se olviden de él y le caigan encima aguaceros, rayos o narcolanchas de punta.
Imposible no recordar, claro. Para eso están los libros; para conocer el pasado e interpretar el presente. Para comparar la calidad humana de quienes hoy mandan y obedecen con la de quienes en otro tiempo mandaban y obedecían. Encaja ahí una historia auténtica, perfecta para vincular al guardia civil de otro tiempo con el de ahora. Y también, sobre todo, para retratar a quienes los mandaron antaño y a quienes hoy los mandan. Ocurrió en el siglo XIX, cuando aún vivía el duque de Ahumada, fundador y director del Cuerpo. Se daba una función de gala en el Teatro Real de Madrid, y un elegante carruaje —indicio de que iba alguien importante dentro— quiso acercarse por un lugar prohibido. Y allí tuvo lugar la escena.
El guardia situado en ese lugar, un cabo, se interpuso, firme. «No se puede pasar», dijo. La respuesta fue «Este carruaje sí puede», en boca del cochero, que llevaba nada menos que al general Narváez, presidente del consejo de ministros y en ese momento el político más importante de España. «Ni este coche ni ningún otro», replicó firme el cabo. Resonó una voz airada desde el interior: «¡Siga adelante, cochero!». Pero el guardia, aunque reconoció al pasajero, no se dejó intimidar. «Tengo órdenes, Excelencia». «Pues esa orden no reza conmigo», contestó Narváez. El cabo, sin embargo, se mantuvo firme: «Al darme la orden no me dijeron que hiciera excepciones con nadie, así que el coche de Vuestra Excelencia no puede pasar por aquí». Descompuesto, Narváez montó en cólera: «¡Arree los caballos, cochero!», gritó. Pero apoyó el guardia una mano en el sable y dijo: «Mi general, si Vuestra Excelencia pasa por aquí será atropellando estas armas, encargadas de cumplir una orden». Y Narváez tuvo que tomar otro camino.
La cosa, naturalmente, no terminó ahí. Al llegar al Teatro Real, Narváez llamó a su palco al duque de Ahumada y le pidió el traslado fulminante de aquel cabo a un puesto fuera de Madrid. «Por muchas órdenes que tuviera —se quejó, furibundo—, no puedo consentir que un guardia quede por encima de mí». Abandonó Ahumada el palco prometiendo investigar lo ocurrido, y al día siguiente se presentó en el despacho de Narváez: «Aquí tiene, mi general, el bastón de mando de la Guardia Civil, porque dimito de mi cargo. Y aquí tiene el traslado del cabo a otro puesto, firmado por quien me ha sucedido en el mando»… Estupefacto, Narváez le dijo a Ahumada que no era para tanto, que exageraba. Y respondió éste: «No hemos creado la Guardia Civil para pisotear su prestigio. El traslado de ese cabo es una injusticia que yo no estoy dispuesto a cometer». Impresionado, conmovido al fin, el duro y poderoso Narváez rompió el oficio y devolvió su bastón al duque. «Y a ese guardia —dijo, zanjando el asunto— dele este cigarro puro de mi parte, pues tengo mucho gusto en que se lo fume el único hombre que se ha atrevido a desafiarme».
Imaginen a los Ahumada y Narváez de ahora, si es que pueden. E intenten no atragantarse con la náusea.
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