Por Jorge Fernández Díaz |
Es posible que esa misma mañana recordara, como siempre, la tensa víspera en el “Santísima Trinidad”, aquel crespo oleaje de la noche más fría, el sabor metálico del peligro, el desembarco en botes neumáticos y la marcha silenciosa por la tierra oscura; la toma del cuartel de los Royal Marines, el izamiento de la bandera, las escaramuzas en un aeródromo cercano que era una verdadera emboscada, la captura por el camino de varios ingleses y esa sensación imborrable de haber protagonizado la historia. Exactamente 42 años después, Ricardo Akins yacía muerto en una calle de Lanús con un balazo en la cabeza.
Había salido ileso del Operativo Rosario y de la guerra de Malvinas, y había tenido una extensa carrera profesional a lo largo de toda la era democrática. Había hecho cursos de comando anfibio, manejo de explosivos, paracaidismo común y avanzado, andinismo y esquí militar, de francotirador y de especialista en protección de personas notorias en la Policía Federal. Había participado de una campaña antártica donde el Irízar quedó varado en el hielo y él tuvo que usar panes de trotyl para liberarlo; había viajado dos veces a Chipre con fuerzas disuasorias a órdenes de las Naciones Unidas, y se había retirado con honores y con el rango máximo de suboficial mayor. Pero las condecoraciones no detienen las balas y las jubilaciones argentinas en nada se parecen a las pensiones que perciben sus pares europeos o norteamericanos: Akins tuvo, para sobrevivir, que conchabarse como guardaespaldas y quedar a merced del gatillo fácil de un delincuente cualquiera. “El hecho que refiero –escribió alguna vez Borges– pasó en un tiempo que no podemos entender”. Y, por cierto, en territorio bonaerense, donde el justicialismo eterno fabricó a gran escala pobreza indigna y marginalidad, y consintió al mismo tiempo el narcotráfico y la libertad ambulatoria e impune de los asesinos. Una feroz jungla de barro y asfalto abandonada a su libre albedrío y a la buena de Dios.
El pibe que disparó contra Ricardo Akins ignoraba que estaba ejecutando a un héroe porque probablemente lo ignoraba todo y porque no le importaba nada ni a nadie, y en esta parábola del cruel destino y muy especialmente en este triste acto final, se encuentra cifrado entonces el drama más profundo y doloroso de un país consagrado a la degradación, y de una sociedad cíclicamente eufórica y desencantada, que acude a la mala conciencia para no hacerse cargo luego de sus propias decisiones, como les sucedió no solo a los olvidados excombatientes sino en general a unas fuerzas armadas sujetas a la Constitución, que sin embargo fueron víctimas de purgas arbitrarias, desprecios injustos y devastación económica.
Esas humillaciones han sido gestionadas, en no pocas ocasiones, por referentes de la vieja izquierda peronista, que practicaron desde los despachos el prejuicio, la persecución y hasta la venganza, como si los profesionales de hoy fueran culpables de las acciones golpistas y aberrantes de sus antecesores. Cuando Javier Milei plantea una “reconciliación” –palabra desafortunada– debería aclarar que no alude a quienes fueron justamente condenados por delitos de lesa humanidad sino a soldados obedientes y democráticos, que han sido más respetuosos de las instituciones que muchos civiles destituyentes de los últimos años. A esos militares solo se los puede reivindicar con más gasto público: mejores salarios y presupuestos razonables para una operatividad efectiva; sin esas erogaciones, todo será como siempre efeméride y demagogia, y patrioterismo barato. He aquí una contradicción fundamental en un fundamentalista de mercado, para quien el Estado es una entidad que debe quedar reducida a su mínima expresión. No es la única, y su padre ideológico se lo señaló públicamente esta misma semana: Alberto Benegas Lynch (h) no solo sugirió que la gestión tiene aspectos que “no hacen al muy noble rumbo establecido y al gratificante balance neto del Gobierno” y cuestionó con alarma la postulación de Ariel Lijo a la Corte Suprema –”un juez que aparenta ser la contracara de Alberdi”–, sino que atacó dos temas cruciales para su discípulo: las alineaciones internacionales y el modelo político adoptado desde su poltrona. El mentor de Milei denostó su asociación con Donald Trump, basándose en que este incrementó el gasto y la deuda pública, desconoció el triunfo electoral de su contrincante y arremetió contra la inmigración con un sesgo nacionalista y xenófobo. Se infiere, por lo tanto, que Benegas Lynch (h) no está de acuerdo con una inscripción automática de La Libertad Avanza en la llamada Nueva Derecha, movida global que no adhiere al conservadurismo tradicional sino a un feroz populismo de última generación. La discrepancia es abismal, puesto que un liberal puro no admite ser ortodoxo exclusivamente en cuestiones económicas; exige serlo de un modo integral, sin tácticas divisionistas ni líderes mesiánicos.
El profesor arremetió, a su vez, contra el revival noventista de su alumno, al refrescarle que el menemato fue corrupto y que la gestión gubernamental “explotó con gastos públicos siderales, deudas estatales monumentales y elevado déficit fiscal”. No se trata, como se puede apreciar, de asuntos aleatorios, sino del corazón de una administración que lo ha tomado como padrino y guía. Sus dardos asumen que el León ha caído en un “populismo de derecha” y dan la razón de hecho a muchos disidentes que para dejar atrás el kirchnerato se resisten a transformarse en trumpistas, fundar el neomenemismo y desdeñar las reglas del republicanismo popular, algo que ciertos adláteres del Presidente consideran una tontería de pitucos y cobardes: el fin justifica los medios, gente de bien, y a veces hace falta un emperador.
Es también cierto que esos jóvenes adláteres, abocados a la guerra tuitera, han logrado con su extrema habilidad poner de moda el ajuste: a veces el oficialismo infla incluso las cifras de despidos para mejorar su imagen. Una parte considerable del pueblo razona sin matices que todo empleado público es necesariamente un ñoqui, un vago o un corrupto, y entonces cada cesantía o linchamiento mediático resulta un bálsamo para la plebe. Se festeja como un gol del Mundial o como si hubiéramos hundido la fragata Sheffield. La construcción del enemigo y el ejercicio de la crueldad –a mayor ruido público de los estatales más negocio político para las “fuerzas del cielo”– se encuentra así en el disco rígido del mileísmo, y esta es la principal razón por la cual todavía el pesado bocado de la mishiadura se procesa sin demasiados empachos; se verá en abril y mayo, cuánto sirve de verdad ese virulento digestivo. También colaboran con Javier Milei quienes conspiran públicamente para destituirlo cuanto antes: un regalo servido en bandeja que le entregó estos días el seminario de abogados de la corporación Kirchner, organizado por la agrupación chavista Soberanos.
Fue en un auditorio de San Telmo y bajo una consigna ingeniosa y sobre todo moderna: “Patria sí, colonia no”. Allí algunos letrados militantes y dirigentes bolivarianos alentaron una especie de golpe blando (“por la vía institucional”) contra el Presidente y la vicepresidenta de la Nación. La idea es generar una movilización popular y una resistencia visible que presione sobre los legisladores para conseguir las mayorías especiales necesarias. Necesarias para voltearlos. Uno de los causales del juicio político sería “incumplir con el deber de obediencia a la Constitucional nacional”. Parece que los acólitos de Hugo Chávez están preocupados por el irrespeto republicano, que ellos mismos han operado en el poder y que ahora les espanta desde el llano: fueron en la Argentina violadores seriales de la Constitución y se quisieron cargar la división de poderes. Otra de las causas para esta obscena destitución podría ser, según plantearon, la “insania”: Milei habla con su perro muerto. Maduro, en cambio, recibía mensajes épicos de un pajarito que encarnaba a su líder fallecido, pero eso les resultaba natural y hasta conmovedor. Quienes sostienen contra viento y marea la defensa de ese régimen totalitario que ha institucionalizado el crimen político, las detenciones arbitrarias, los tormentos de mazmorra, la cancelación de la oposición y de la libertad de prensa, y una verdadera masacre económica, promueven la fábula de que ya vivimos en una reedición de la dictadura de Videla. Una vez más Borges: todos estos hechos que refiero pasan en un tiempo que no podemos entender.
© La Nación
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