Primarias. Ante cada cuestionamiento, remachan que tienen el apoyo
de "los argentinos de bien".
Por Sergio Sinay (*)
Quienes tienen una visión mesiánica de sí mismos, y se asignan en consecuencia una misión trascendente, muestran, cuando arriban al poder, ciertas características que les son comunes. Están convencidos de que con ellos comienza la historia (ya sea del país, de la institución, de la organización o de lo que fuere) y creen que el tiempo de su gestión será eterno. La eternidad equivale a la duración de su vida y empieza a partir de su mandato. Se desentienden de toda historia o tradición previa, y si la toman en cuenta, es sólo para asignarle las culpas de todos los males que ellos vienen a remediar. No creen que nadie haya dejado antes, en el pasado reciente o lejano, algún legado que deban recoger. Y si llegaran a honrar algún precedente lo ubicarán tan remoto que a sus feligreses les resultará desconocido, incomprobable o indiferente.
La realidad acostumbra a ser cruel e insobornable con estas fantasías y, desligada de urgencias, llega a tomarse su tiempo antes de confrontarlas. No la apura la ansiedad de los mortales. Finalmente, quienes vieron en aquellos individuos a figuras providenciales comprobarán, desilusionados, el incumplimiento de las promesas, su tergiversación o la negación de haberlas hecho. Dolorosa frustración que sólo se puede desdeñar mediante la ceguera del fanatismo. Además, el pretendido reinado mesiánico, más breve o prolongado, inevitablemente llega a su fin, como todo en la vida, y el salvador no siempre queda bien aspectado en la historia.
En los ciclos del devenir argentino, especialmente a partir del siglo veinte, este fenómeno se ha reiterado una y otra vez. Hay quienes lo olvidan, renuevan su fe, y, llegada la hora, vuelven a vislumbrar la providencia encarnada en alguna figura circunstancial. Otros, más conscientes y memoriosos, se resignan a lo que perciben como la repetición de la experiencia mientras se preguntan, aún dentro de su agnosticismo, cuál es la razón de este karma.
Javier Milei y sus adláteres remachan, ante cada cuestionamiento, que tienen el apoyo irrestricto de una mayoría de “argentinos de bien” (el 56% de sus votantes en el balotaje). Los otros serían los malditos, los que “no la ven” ni la entienden, los no creyentes, los que no entrarán al Paraíso porque las fuerzas del cielo les cerrarán las puertas. No estaría de más recordar, sin embargo, que ese 56% era sólo un 30% un mes antes del balotaje, y es razonable considerar que el 26% que se sumó para consolidar el triunfo electoral no lo hizo por haber realizado un curso acelerado de libertarismo en las cuatro semanas que fueron de las Primarias a la elección definitiva, sino porque en la dramática encrucijada electoral afirmó su voluntad de acabar de algún modo con el festival de corrupción, mala praxis y descomposición moral desplegado por el kirchnerismo en sus dieciséis años de gestión. En la batalla de núcleos duros que en las Primarias mostró una vez más cómo en la política argentina prevalecen las grietas, y no hay por el momento espacio para una opción integradora y superadora, había ganado el kirchner-massismo. Entre esos bandos fundamentalistas navegó el 26% que le otorgó el triunfo a Milei. Pero eso no significa que se haya convertido al mileísmo. Es posible que la misma plasticidad y autonomía que lo llevaron a aquella opción en el balotaje pueda emerger nuevamente en algún momento de la historia por venir para recordarle al mesías, y a sus cortesanos, que él es un simple y falible mortal, que éste no es el reino de los cielos, sino una deficiente república democrática (pero democrática y republicana al fin), que las formas también cuentan y que, como escribió el filósofo político austríaco Karl Popper (1902-1994) en su ensayo Teoría y Praxis de los Estados Democráticos, “en lo que a la moral concierne, es sumamente inmoral considerar a los adversarios políticos como moralmente malos o malvados. Eso conduce al odio y éste es siempre malo”. Allí mismo señala Popper que no se trata de mandar, sino de gobernar. Y no importa quién lo hace, sino cómo. Ni exceso de Estado ni exceso de libertad (sobre todo para el gobernante), afirma Popper, un auténtico e innegable liberal.
(*) Escritor y periodista
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