Por Norma Morandini |
“Subversivos”. La palabra, escrita en rojo, podía leerse desde lejos. Con letras catástrofe, como hoy se anuncian los urgentes en los canales de noticias, aparecía en la portada de Cabildo, un pasquín de la “ultraderecha nacionalista”, como se la calificaba en esa época, el fin de la dictadura. Dentro de las páginas de la revista se alineaban los nombres de quinientos periodistas a los que se acusaba de “subversivos”. Estábamos todos. O al menos aquellos todos que por entonces ejercíamos una actividad a la que la dictadura veía como subversiva. No existía internet, ni las redes sociales, y para opinar en las cartas de lectores de los grandes diarios había que dejar el nombre y el documento.
La tapa de Cabildo concitó la preocupación del “gremio”, el sindicato de los periodistas, llamado a sí mismo “trabajadores de prensa”, no profesionales de la información. Como corresponsal de la prestigiosa revista española Cambio 16, prohibida aquí por la dictadura, propuse en una asamblea que todos los periodistas que no figuraran en la lista de Cabildo pidieran ser incluidos, en solidaridad, porque era la misma prensa a la que se veía como una actividad subversiva. Nadie entendió mi ironía. Recuerdo hasta hoy la sensación de vergüenza que dejan esos chistes mal contados. Con el tiempo comprendí que yo podía permitirme la ironía porque había ejercido el periodismo en libertad en la España de la transición, cuando surgió una prensa vigorosa, comprometida con los principios de la democracia. La Argentina todavía no se había despojado del chaleco de fuerza del miedo (una centena de periodistas están entre los presos desaparecidos, acusados de “subversivos”). Aprendí, también, que a los disparates políticos que nos desconciertan solo podemos responderles con otros dislates. Ahí están como prueba los humoristas como Borensztein o los imitadores como Tarico, que dicen de manera hilarante, irónica, lo que yo no puedo enunciar con seriedad sin sentirme ridícula.
Ante la calificación presidencial de “ensobrados” para desacreditar e insultar a los periodistas que osan criticarlo, por absurda, me permito nuevamente la ironía. ¿Por qué no invitar a los periodistas que todavía no han recibido de parte del Presidente el mote de “ensobrados” a que pidan ser incluidos públicamente en esa categoría, en solidaridad? Al final, se trata de los periodistas más independientes, más creíbles, los que más hicieron en beneficio de iluminar los aspectos más oscuros, la corrupción, los negociados, y denunciaron la prepotencia del Estado.
La expresión “ensobrados” es absurda porque la información no es una mercancía. Es un derecho de la ciudadanía a ser informada, garantizado por las leyes y la Constitución de una democracia liberal que los gobernantes están obligados a cumplir. Es absurda porque quien se precie de periodista sabe que el que recibe una coima dentro de un sobre es cualquier cosa menos un periodista. Un propagandista, un “lobista”, un escriba de turno, un espía. Nunca un periodista.
A cuarenta años de la recuperación de la democracia resulta absurdo seguir defendiendo lo que es una obviedad en el mundo democrático: la prensa es inherente al sistema de las libertades. No un privilegio, sino la mediadora entre la información del Estado y la ciudadanía, un derecho gestionado de manera privada o pública que demanda verificación. Los periodistas tienen la función y la obligación de comprobar, verificar, consultar la mayor cantidad posible de fuentes para construir la verdad periodística. Su credibilidad se construye sobre esa capacidad. Como de batallas culturales se trata, años de manipulación de la prensa, de haber intentado quitar a los medios del medio, de haber remplazado las conferencias de prensa por el atril y la cadena oficial, la domesticación con la pauta oficial, el adoctrinamiento en las escuelas de periodismo y el periodista “militante”, existe una gran confusión entre lo que es la comunicación y la información.
Todos tenemos derecho al libre decir que circula por las redes sociales, incluido el Presidente. Otra cosa es la información que requiere de verificación, función de la profesión periodística. En las redes se comunica. No se hace periodismo. Y es ahí donde deberíamos poner el debate. No dejarnos imponer “lo que interesa”, porque el periodismo debe ocuparse de lo que importa, el bien público, y de defender la democracia que le da fundamento.
Si dejáramos de mirar nuestro ombligo, veríamos los debates que se dan en el mundo democrático para regular a empresas tecnológicas, con más poder que los Estados. Aquí al lado, en Brasil, se vive un fenómeno aleccionador. El presidente del Tribunal Supremo, Alexander Moraes, que investiga el presunto intento de golpe militar de los aliados de Jair Bolsonaro tras su derrota electoral, cerró varias cuentas de X , las “milicias digitales”, acusadas de difundir noticias falsas. Musk desafió al juez y amenazó con desobedecer las órdenes legales por considerarlas una censura a la libertad de expresión. En una cadena de tuits calificó al juez de dictador, la “vergüenza” de Brasil y pidió su destitución. Bloqueó las cuentas de parlamentarios y periodistas reconocidos. En un país polarizado, con denuncias por censuras reales y críticas al “gobierno de los jueces”, la pelea parece reducida a un duelo de poderosos, que son los que debilitan la democracia.
“La democracia no debería tratar de individuos, que es lo que exigen las redes sociales”, escribió la periodista brasileña Eliane Brum. Lleva razón: al reducir la disputa a peleas entre personas, como si se tratara de un videojuego o una lucha de avatares, se debilita a la democracia, que es el gobierno de la ley y no de las personas. Por eso, debemos salir de la trampa de discutir personalmente con el Presidente, por la asimetría de poder y por sus responsabilidades, mayores que las de un periodista. Además, cuenta con un poderoso sistema de información y propaganda.
La irrupción de las redes modificó el modelo de negocios de las empresas periodísticas, pero no el criterio de verdad, los hechos chequeados, verificados. Las redes han permitido que todos puedan expresarse. Incluidos los que se escudan en el anonimato para insultar, mentir o dañar reputaciones. En la red hay avatares, la representación gráfica de la identidad de un usuario en la web. En la democracia hay ciudadanos iguales ante la ley. Debemos dejar de ser individuos/avatares que insultan anónimamente por internet para ser ciudadanos responsables, parte de una comunidad que se llama democracia.
Como en los sobres también van las cartas, en la mía escribiría: Querido presidente, usted debe entender que las críticas de buena fe ayudan más que las adulaciones de los obsecuentes. Cuenta con el deseo de la mayoría para que su gestión no fracase y la Argentina no pierda una nueva oportunidad para salir de su decadencia. A cambio, debe respetarnos en su decir para no incitar al odio ni a la violencia de sus seguidores más fanáticos. Al final, la responsabilidad es la única limitación al privilegio de la libertad.
© La Nación
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