Por Pablo Mendelevich |
Islandia, un país con menos habitantes que la ciudad de Santa Fe, tiene el coeficiente Gini más bajo del mundo. El coeficiente Gini da una imagen de cómo está distribuida la riqueza en una sociedad, sea feudal, capitalista o socialista. Cero se corresponde con la perfecta igualdad, uno con la perfecta desigualdad. Según Naciones Unidas, cuando da superior a 0,40 resulta alarmante. La Argentina tiene alrededor de 0,44.
Científico superdotado de una familia de terratenientes a quien se menta en todo el planeta cada vez que se quiere traducir la injusticia en estadísticas, Corrado Gini se habría sorprendido si se hubiera enterado de la genialidad con la que el congreso bicameral de un país sudamericano logró en 2024 representar escenográficamente la tensión ricos-pobres en cuanto a distribución de ingresos. Con institucionalidad bipolar: una cámara rica, la más elegante, alguna vez señorial, habitualmente llamada alta, y otra pobre, rezagada, no en vano apodada baja.
Los honorables senadores son casi los únicos “trabajadores” que en este país consiguieron garantizarse ingresos bien por encima de la inflación. Eso fue posible gracias a la empatía, la sensibilidad y los reflejos de sus patrones. Que son, como se sabe, ellos mismos.
En Diputados, sin embargo, donde los representantes del pueblo también son los que deciden cuánto deben ganar los representantes del pueblo, sucedió todo lo contrario. Los ingresos de los 257 se quedaron sin indexación (bueno, por ahora).
Habría que agiornar la Verdad Peronista N°12, que quedó de 1950 (“en la nueva Argentina los únicos privilegiados son los niños”). Ahora sería “en la nuevísima Argentina de Milei los únicos privilegiados son los senadores”.
El peronismo llevó la voz cantante y aportó más manos alzadas que ninguno durante el tratamiento a hurtadillas del jueves pasado. Pero, nobleza obliga, los demás bloques no se quedaron cortos, incluido el aguerrido anticasta, el de los libertarios, que les da pelea a los políticos delincuentes con el mismo ahínco que ponía la Armada Brancaleone en la conquista del feudo de Aurocastro.
La chance de cada cámara de otorgarse aumentos furtivos está sujeta a los escándalos públicos que estos suscitan. No es que los diputados no hubieran querido beneficiarse ellos también con un furtivo 120 por ciento sino que la indignación colectiva generada por los senadores, que primerearon, se lo impidió. Hay que recordar que la operación bicameral anterior, a fines de febrero, había naufragado. Ahí fue cuando se puso de moda el verbo retrotraer. Milei ordenó en marzo que las dietas de los legisladores se retrotrajeran a los valores precedentes. Poco después mandó retrotraer las cuotas de las prepagas, cuyos dueños habían inferido del DNU 70 que la desregulación indiscriminada convertía a los argentinos en noruegos. Pero el último aumento de los senadores no se retrotrajo. Cobrarán siete millones cada uno. Y aguinaldo. Porque los senadores también se aumentaron, de doce a trece, la cantidad de veces que van a la ventanilla. Un homenaje tardío a los generales Farrel y Perón, padres del aguinaldo.
Esta paritaria negociada con un espejo, claro, divide al mundo. Los que están a favor, Martín Lousteau, José Mayans, Juan Carlos Romero, Juliana de Tullio y un puñado más, argumentan que todos los bloques estuvieron de acuerdo con el autoaumento, que en la escala salarial un senador no debería empardarse con cualquier Carlitos y que lo importante de verdad es cuidar la democracia: si los senadores no ganan bien, la política se vuelve una actividad exclusiva para millonarios. Es raro que adviertan eso desde el Senado, el espacio ocupado por políticos con mayor densidad de millonarios por metro cuadrado. ¿Sugieren que con dietas congeladas los senadores ricos se volverían más ricos?
Los que están en contra, el resto de los argentinos, podría decirse, sienten indignación, enojo, rabia, irritación, fastidio, impotencia, vergüenza ajena, malestar estomacal y algunos, en simultáneo, un solapado impulso reivindicativo hacia Milei, a quien perciben como solitario héroe exento de casta en sangre que padece la contaminación de sus propias huestes, los cruzados libertarios, y sigue adelante, él nunca ceja.
Es verdad, ya se habló demasiado sobre los siete millones de pesos senatoriales, al tema lo tapó la protesta universitaria, a la que se montó un peronismo-kirchnerismo que si no recuerda los recortes de Massa mucho menos sabe qué fue “Alpargatas sí, libros no”. Pero quizás podría haber otro enfoque, que no pasaría por el privilegio abusado, la supuesta amoralidad de fijarse incrementos porcentuales de tres dígitos más aguinaldo, sino por algo más grave: la ineptitud para resolver un problema menor y terminar haciéndolo mal, a costa de desprestigiar las instituciones.
El problema existe y reclama una solución. Los legisladores de ambas cámaras no viven en las islas Seychelles con 0,8 por ciento de inflación negativa sino en un país donde los precios subieron sin parar en los últimos doce meses (273 por ciento) y lo seguirán haciendo. Es obvio que hace falta un mecanismo para ajustar los ingresos en forma periódica, con una frecuencia no demasiado dilatada, a menos que se los quiera licuar como a los jubilados. Lo que no sería coherente con el propósito de que se saquen las leyes que el país necesita.
Con los miembros del Congreso hasta aquí es igual que con cualquiera que reciba un pago mensual en una economía inflacionaria. Pero después todo es diferente. No sólo porque los legisladores son a la vez patrones y empleados sino por el contexto social y político. El ajuste brutal que la sociedad aguanta, estoica, en el marco de una economía destartalada.
Si los representantes de la sociedad pasan por alto la obligación de inspirar a las personas de a pie que padecen, que sufren, ¿desde qué lugar hacen las leyes? ¿Cómo es posible que dediquen noches enteras a discutir incisos del articulado de un proyecto de ley, peleen por el uso de la palabra, apilen discursos interminables (muchas veces dedicados al diario de sesiones) y nadie diga ni mu en los 45 segundos en que se vota sin nombrarlo un aumento de las dietas de magnitud descomunal?
La pretensión de algunos senadores, como Anabel Fernández Sagasti, de donar ahora a una institución de bien público la parte de la dieta añadida en la oscura sesión del jueves pasado no hace más que subrayar el desaguisado. Los senadores no hablan cuando deben si un asunto los incomoda pero por lo menos son generosos haciendo beneficencia.
Se trata de expresiones retardadas de un manejo paradójicamente antipolítico, como si el congreso tantas veces insultado por el Presidente, en vez de replicarlo con hechos, hubiera querido representar el acierto de sus reproches. Lo más absurdo es que ahora quedaron senadores bien pagos, diputados mal pagos y ningún método para seguir adelante.
© La Nación
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