Por James Neilson |
Cuando Javier Milei dice que “dentro de 45 años vamos a ser como Irlanda”, o sea, que después de transcurrir casi medio siglo la Argentina será un país con un ingreso per cápita que esté entre los más altos del planeta, da por descontado que el mundo de 2069 se asemejará mucho al actual. Pasa por alto el que, como afirmó el físico danés Nils Bohr, “es difícil hacer predicciones, especialmente sobre el futuro”. También parece ignorar que Irlanda y muchos otros países lograron dejar atrás la pobreza multitudinaria en un lapso llamativamente más breve que el que figura en sus discursos.
De todos modos, en una época como la nuestra en que pocos días pasan sin que irrumpan fenómenos novedosos que, según los impresionados por lo que podrían poner en marcha, tendrán un impacto muy fuerte en la vida de los habitantes de la Tierra, hacerlas es aún más difícil de lo que era en el pasado reciente cuando parecía razonable confiar en que el progreso material universal funcionaría como un sedante para que todos salvo los psicópatas entendieran que la paz es mucho mejor que la guerra.
No sólo se trata de las ambiciones de quienes creen que nada fundamental ha cambiado desde la edad de piedra y que los fuertes siempre sojuzgarán a los débiles, sino también de tendencias que hacen sospechar que la civilización occidental, que a primera vista ha sido tan asombrosamente exitosa, contiene las semillas de su propia destrucción. Por cierto, en el mundo que suele calificarse de desarrollado, los pesimistas superan en número a los persuadidos de que el futuro será mejor que el presente.
Los expertos en asuntos cibernéticos vaticinan que -a menos que lleve a la extinción de la especie humana- lo que llaman la Inteligencia Artificial impulsará transformaciones socioeconómicas tan revolucionarias que harán superfluos los incapaces de adaptarse a la nueva realidad, es decir, la mayoría, mientras que otros nos advierten que, a menos que dejemos de usar combustibles fósiles -lo que supondría cambiar radicalmente los modos de producción tanto industriales como agrícolas-, sufriremos una inmensa catástrofe climática. En Alemania, el Reino Unido, Francia y Estado Unidos, los convencidos de que hay que actuar sin demora para ahorrarnos un desastre de proporciones apocalípticas están tomando medidas drásticas en tal sentido que ya perjudican a los obreros fabriles y granjeros que, como es natural, están rebelándose contra gobiernos que en su opinión se han vendido a ambientalistas fanatizados.
Asimismo, en muchos países, entre ellos China, Irán, Rusia, la mayoría de los europeos, el Japón y Corea del Sur, la tasa de natalidad está cayendo con tanta velocidad que, para alarma de los gobernantes, parecen destinados a despoblarse. Por tales razones, y muchas otras, como las supuestas por la migración inmanejable de decenas de millones de personas de las zonas más pobres y por lo común más violentas del planeta a las aún relativamente ricas y pacíficas, lo único que parece cierto es que el orden internacional de 2069 será muy distinto del previsto por el presidente libertario o por cualquier otro profeta. Todo hace prever que, para entonces, algunos países que en la actualidad son ricos y poderosos se asemejarán a comunidades geriátricas o, lo que es más probable, se verán dominados por los descendientes de inmigrantes procedentes de otras partes del mundo que siguen reproduciéndose despreocupadamente.
Huelga decir que la sensación de que el mundo esté por experimentar grandes cambios es de por sí desestabilizadora en el plano geopolítico. Terminada la era de la “pax norteamericana” que se fortaleció luego del derrumbe de la Unión Soviética en 1991 pero parece haber llegado a su fin en 2021 cuando las tropas estadounidenses se retiraron caóticamente de Afganistán, dejándolo a los islamistas talibanes y a sus correligionarios aún más brutales del Estados Islámico, potentados grandes y pequeños están esforzándose por aprovechar cuanto antes la ausencia de un “gendarme mundial”. Personajes como Vladimir Putin, el dictador chino Xi Jinping y los teócratas iraníes saben que, por razones demográficas, el tiempo corre en su contra; como es natural, la impaciencia agresiva que los caracteriza asusta a los europeos, a los israelíes y, en menor medida, a los norteamericanos que, gracias a la prédica de Donald Trump, se sienten cada vez más tentados por el sueño aislacionista.
Después de casi siete décadas en que se habían acostumbrado a depender militarmente de la superpotencia transatlántica, los alemanes, franceses, británicos y sus vecinos se han dado cuenta de que en adelante podrían tener que encargarse de su propia defensa. Aunque no les gusta para nada la idea de verse obligados a gastar más, mucho más, en sus fuerzas armadas y sus industrias armamentistas justo cuando los descolocados por los cambios económicos están reclamando más ayuda social, dadas las circunstancias no les queda otra alternativa. Desde que el mundo es mundo, la debilidad es provocativa; como decían los romanos, “si vis pacem, para bellum”: si lo que quieres es la paz, prepárate para la guerra; no cabe duda de que Putin tomó en cuenta el pacifismo que es típico de los políticos europeos actuales cuando planeaba la invasión de Ucrania.
El nerviosismo que sienten todos los líderes de la Europa democrática se debe a la conciencia de que, por ahora cuando menos, no están en condiciones de proveer a los ucranianos las armas que necesitarían para derrotar a los rusos en el campo de batalla y al temor, quizás exagerado, de que Putin, una vez concluida la guerra de conquista que ha emprendido con un acuerdo que le permita conservar la zonas extensas de Ucrania que su ejército logró ocupar en 2014, estaría dispuesto a atacar a los países bálticos con el pretexto de que sus gobiernos están maltratando a sus importantes minorías de origen ruso. Si bien es poco probable que Putin se animara a atacar a miembros de la OTAN, los hay que insisten en que podría hacerlo si creyera que serviría para asegurarle el apoyo del grueso de sus compatriotas, algo que le es prioritario.
Además del peligro planteado por el nacionalismo fervoroso de los “autócratas” de Rusia y China, está el supuesto por el islamismo militante; lo mismo que los rusos y chinos, los fanáticos más belicosos sienten que ha llegado la hora de recuperar la hegemonía en su esfera de influencia que perdieron cuando, merced a su superioridad tecnológica, los europeos y sus parientes norteamericanos lograron dominar el mundo. Sienten nostalgia por lo que una vez fue y están resueltos a hacer volver el reloj a los días en que creían disfrutar de la supremacía mundial o que, en el caso de los rusos de la época de los zares y, más aún, la de la Unión Soviética, que podían aspirar a conseguirla.
Por ahora, China y Rusia están comportándose como aliadas. En cambio, los islamistas no tienen la intención de aliarse con nadie. Para ellos, tanto el Occidente como China y Rusia son tierras de infieles que, andando el tiempo, tendrán que optar entre someterse a Alá y morir. Como nos recordaron hace una semana cuando, al grito de “Allahu Akbar” (nuestro dios es el más grande), masacraron a aproximadamente 140 personas que asistían a un concierto de música popular en un suburbio de Moscú, los yihadistas siguen librando una guerra santa despiadada contra todos aquellos que no comparten sus creencias sin que los hayan intimidado los intentos de exterminarlos de los militares norteamericanos, europeos, rusos y, en la región de Xinjiang, chinos. Es de prever que, lo mismo que el ataque sanguinario de los guerreros santos de Hamas en Israel el 7 de octubre pasado y las atrocidades similares que se han perpetrado en Europa y el Oriente Medio, el de Moscú sirva para atraer a más jóvenes musulmanes rencorosos a las banderas negras del Estado Islámico.
Como pudo preverse, Putin no vaciló en acusar a los ucranianos de estar detrás de la matanza. Sin embargo, aun cuando sus propios compatriotas rusos le crean, Voldymyr Zelensky sabe muy bien que le perjudicaría irremediablemente a ojos de sus amigos occidentales mostrar señales de simpatizar con yihadistas que, inspirándose en el Corán, odian a judíos como él y a los cristianos por igual.
Para la Argentina, el que el mundo haya entrado en un período en que la rivalidad entre los distintos bloques continuará intensificándose podría traer muchos beneficios. Los estrategas norteamericanos y europeos no pueden sino ser conscientes de que les convendría que un país capaz de suministrarles muchos recursos agrícolas, energéticos y minerales se recuperara pronto de sus males auto-infligidos para convertirse en un integrante próspero de la alianza democrática occidental, motivo por el cual extrañaría que los gobiernos occidentales no presionaran a los inversores a arriesgarse. Con todo, si bien muchos ya han manifestado interés en las perspectivas abiertas por la llegada sorprendente del gobierno de Milei, aun no se han comprometido a colaborar con el proyecto que ha ideado. Sea como fuere, a menos que el hiperactivo anarco-capitalista se las arregle para hundirse, no sorprendiera demasiado que cambiaran de actitud. Al fin y al cabo, de todos los países que están en graves problemas financieros, la Argentina es por lejos el más promisorio.
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