Santiago de Chuco es una ciudad pequeña incrustada en la sierra de La Libertad. Este lugar de calles estrechas, casas de adobe y techos altos con tejas para las lluvias, es la cuna del poeta peruano más universal. El 16 de marzo de 1892 nació César Abraham Vallejo Mendoza en el número 96 de la calle Colón (hoy calle César Vallejo 1030 y 1046), en Santiago de Chuco (Perú).
Murió lejos, en París, el 15 de abril de 1938, un Viernes Santo, hace 86 años. Si bien sus restos descansan en el cementerio de Montparnasse, en Francia, en el cementerio de su tierra hay réplica exacta de su tumba, ahí no descansan sus huesos, pero sí su memoria como en toda la ciudad. La tierra que lo vio nacer preserva su vida y obra.
"César Vallejo es más conocido por escribir poemas que cambiaron el modo de concebir el género en el siglo XX, pero además formó parte de una tradición de poetas latinoamericanos devenidos periodistas que escribían crónicas para ganarse el sustento y tenían una labor militante", reza la contratapa de Una experiencia del mundo (Excursiones), que reúne sus notas y artículos. Los que lo inscriben, como dice Carlos Battilana en el prólogo, en la "tradición de poetas transformados en periodistas".
Acá, dos textos maravillosos, provenientes de ese libro.
La defensa de la vida
Yo no puedo consentir que la Sinfonía pastoral valga más que mi pequeño sobrino de cinco años llamado Helí. Yo no puedo tolerar que Los hermanos Karamazov valgan más que el portero de mi casa, viejo, pobre y bruto. Yo no puedo tolerar que los arlequines de Picasso valgan más que el dedo meñique del más malvado de los criminales de la tierra. Antes que el arte, la vida. Esto debe repetirse hoy mejor que nunca, hoy que los escritores, músicos y pintores se las arreglan para evadir la vida a todo trance. Conozco a más de un poeta moderno que suele encerrarse en su gabinete y sacar de allí versos desconcertantes de ingeniosidad, ritmos habilísimos, frases en las que la fantasía llega a espasmos formidables. ¿Su vida? La vida de este poeta se reduce a dormir hasta las dos de la tarde; levantarse sin la menor preocupación, o, a lo más, bostezando de tranquilidad y aburrimiento, y ponerse a almorzar con buenos cigarros hasta las cuatro de la tarde; leer luego sus versos ultramodernos, hasta que vuelve a tener hambre a las ocho de la noche. A las diez de la noche está en un café de artistas, comentando regocijadamente los dichos y hechos de los amigos y colegas y a la una de la mañana torna a su cuarto, a forjar nuevos versos, hasta las seis de la mañana, en que se queda dormido. De una existencia tal sale, como he dicho, una obra plena de imaginación, rebosante de técnica, deslumbrante de metáforas e imágenes. Pero, de esa misma suerte de existencia no sale más, de allí no puede salir más que una gran técnica en el verso y una suma y sutil habilidad de composición. En cuanto al contenido vital, nada.
En estos poemas burgueses, que viven a sueldo de gobierno o con pensión de familia, sobrevive la tara lacaya y sensual de los peores tiempos cortesanos. Ni un adarme de inquietud humana, fuera de su preocupación malabarística. Ni un átomo de zozobra sincera, de miedo a las disyuntivas eternas de las cosas o al hambre y el infortunio personal siquiera. Con dinero suficiente para subsistir mediocremente, carecen hasta de ansias circunstanciales, como las de comer y beber mejor. Estos artistas andan por el medio de las cosas, como diría Giraudoux. No van por la acera derecha por pereza de buscarse un contrapeso –instinto ideal– para la acera izquierda. Y viceversa. Espíritus tranquilos, completos, equilibrados, prudentes, cobardemente dichosos. Ni se rompen un brazo en un tren, ni almuerzan demasiado nunca. No deben ni dan prestado. No sudan ni lloran. No se embriagan de alcohol ni pasan un insomnio. Orgánicamente ecuánimes, constituyen la imagen más pura de la muerte.
Su vocación artística es más bien esclavitud y servidumbre. Un día le dijeron a uno de ellos lo siguiente: “En un incendio se presenta un dilema: cortar la mano a un bombero para salvar un Greco, o dejar intacta esa mano y perder la tela entre las llamas ¿Qué prefiere usted, la mano del hombre o la obra del hombre?”.
–¡Que le corten la mano al bombero en buena hora y sálvese el cuadro! –respondió sordamente el artista imaginativo, el maravilloso hacedor de imágenes, el técnico perfecto.
Estos artistas pretenden estafar a la vida. No lo lograrán.
El Norte, Trujillo, 21 de noviembre de 1926
La dicha en libertad
Bueno es, en todos los tiempos, los modos y las personas, recordar a los hombres su ley de haber nacido únicamente para ser dichosos. Cuanto los hombres hacen o sueñan va a su dicha. Nada se pierde en sí mismo, porque todo sirve o debe servir a la dicha de los hombres. (Dicha que en los evangelios religiosos se llama bienaventuranza). Ni el arte por el arte –vieja polea representativa de todas las demás–, ni el progreso por el progreso ni la política por la política. Maldición sobre los yanquis del Wall Street, si ellos no buscan ser dichosos, sino solo ser ricos. Maldición sobre los filósofos de Heidelberg, si ellos no buscan ser dichosos, sino solo pensar. Maldición sobre los sacerdotes de todas las religiones, si ellos no buscan ser dichosos, sino solo creer. Porque ni la misma fe vale nada, cuando ella no hace al hombre dichoso. La fe es acaso un estado de bienaventuranza en ella misma, independientemente del motivo o fin religioso.
Existe una servidumbre natural de todo lo que el hombre crea, por la dicha del hombre. La concepción filosófica de Einstein debe hacerme dichoso. La invención de la música de Théremin debe hacerme dichoso. La tercera mano de un monstruo es un ensayo que la naturaleza aventura para hacer felices a los hombres, tal es la ley universal. Pero la felicidad solo es posible por la libertad absoluta. Pobre del hombre que pretenda encontrar la dicha fuera de esta condición. Pobre de aquel que pretenda invertir esta ley, erigiendo a las obras de la naturaleza y a las obras humanas en objeto de servidumbre por parte de los hombres. Rimbaud quemó toda su obra, de lo bella que era. Porque un hombre que ha creado un poema magnífico ha alcanzado un plano de libertad suma y puede, por consiguiente, hacer de ese poema lo que él quiera, inclusive destruirlo. Esa es la suprema soberanía del hombre sobre todas las cosas, la atmósfera moral, propia y natural de toda dicha, creada, a su vez, por esta dicha.
Existen, sin embargo, artistas que carecen de este sentido superior de humanidad. Yo sé de aquellos que una vez que han esculpido el granito perfecto, se convierten en esclavos de su obra y se dejarían matar, antes que romperle las narices a su estatua. Carecen estos pobres hombres de libertad, es decir, no son del todo felices de su creación. ¿Os imagináis a Dios, el ser libre por excelencia, arrodillado de admiración ante el universo, que es su obra?
Bueno es recordar a los transeúntes de París o del Cairo que una máquina de Edison tanto como un sermón de Bossuet sobre la muerte no pasan de pequeños menesteres al servicio de la dicha del hombre por la libertad. No sé hasta cuándo Jaques Maritain golpea el puño airado contra la trompa de los automóviles ni hasta cuándo el señor Honegger se empecina en componer música sobre el rugby y la dínamo. Hágase lo uno o lo otro o no se haga. Recordemos únicamente que todo eso está y estará por siempre sometido al señorío del hombre, para su dicha. Todo cuanto creen o hagan materialistas y espiritualistas –clasificación fundamental y, por desgracia, incurable, de los hombres–, todo debe servir a la felicidad humana, por la libertad. Apenas una u otra manera de vida pretenda eludir esta ley o, invirtiendo sus términos, trate de convertir al hombre en esclavo de tales menesteres o medios de su destino, estamos perdidos.
Jaques Maritain, en su ofensiva contra el progreso material, que tiende a socavar los fundamentos espirituales de la vida, sostiene la primacía del Espíritu. Pero un nuevo filósofo, salido, pongamos el caso, de las fábricas de Citröen, podría responder al señor Maritain que los fueros del espíritu no deben ir tampoco hasta minar los fundamentos materiales de la vida, que integran en una igual medida que los espirituales toda la gran cultura.
En pos de una justa armonía entre ambos factores vienen los hombres bregando desde el principio de los siglos. Un gran escritor francés hace notar que las fuerzas espiritualistas se movilizan actualmente en todo acto de lucha contra el materialismo. Digno es de señalarse, entre otras, la campaña del arte y, más en particular, precisamente la del cinema, pantalla escabrosa en la que muchos amigos de conclusiones radicales ven una bandera del progreso material contemporáneo. Dos películas recientes –las mejores del año, una alemana y otra norteamericana– constituyen una embestida poderosa contra aquel y una defensa admirable de los valores del espíritu. Ben Hur y Metrópolis ponen de manifiesto –la una en el pasado romano y la otra en el futuro yanqui– hasta qué punto el rascacielos de Ford y el caballo de Calígula han sido o pueden llegar a ser los dioses y verdugos de los hombres. Ambas películas persuadirán a más de un extraviado a abominar del becerro de oro y a enfocar más armónicamente la vida, tomando de la materia una inspiración más justa y menos exagerada.
Mundial, n.º 399, Lima, 3 de febrero de 1928
El blog Eterna Cadencia publicó estos extractos tomados de Una experiencia del mundo, de César Vallejo. Editorial Excursiones, Buenos Aires, 2016
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