Por Arturo Pérez-Reverte |
El siglo XVII quedaba ya casi atrás, relegado como los anteriores a las páginas de la siempre tormentosa historia europea; aunque antes de bajar la persiana iba a dejar importantes novedades en el paisaje. Había sido sobre todo un siglo español (que se mueran los envidiosos y los feos) y también francés: gabachos y españoles fuimos estrellas principales del espectáculo, unos yendo para arriba (ellos) y otros para abajo (nosotros). Pero hubo más escenarios y personajes no menos interesantes. Inglaterra, por ejemplo, donde tras el mutis de la familia Cromwell habían regresado al trono los Estuardo (Carlos II, Jacobo II), fue en lo europeo a remolque de Francia, sobre todo al principio, como llevándole el botijo.
Pero tuvo verdaderos momentos de gloria en otros aspectos. En lo colonial, intensificó su presencia en los nuevos territorios de Norteamérica, donde les jugó la del chino a los holandeses, echándolos de allí a base de derrotas navales y patadas en sus partes nobles (la Nueva Ámsterdam neerlandesa se convirtió en Nueva York, por ejemplo). Pero la transformación decisiva tuvo lugar en el propio sistema político inglés: la política absolutista de los monarcas se vio arrinconada por el Parlamento, que en 1679 votó la ley del Habeas corpus (ningún inglés podía ir a prisión sin mandato de un juez, ni estar detenido 24 horas sin someterse a juicio), y algo más tarde, cuando la revolución de 1688 cambió sin derramamiento de sangre a los católicos Estuardo por la protestante y holandesa casa de Orange (Guillermo III, y luego su cuñada y sucesora la reina Ana), la Inglaterra parlamentaria se afianzó como baluarte de modernidad política frente al despotismo monárquico a la francesa (un avance importante para los tiempos que corrían), y la Declaración de derechos, votada por el Parlamento y aceptada por el rey, consolidó el constitucionalismo inglés y fraguó la idea de un Estado jurídico de mutuo respeto entre la nación y el monarca. Eso incluía dos puntos que eran la madre del cordero: en adelante sería el Parlamento quien fijase los impuestos (se acabó que los reyes los trincasen por la cara) y sus miembros gozarían de libertad de elección y de palabra (por aquel entonces se formaron los dos grandes partidos que todavía hoy cortan el bacalao, los whigs y los tories). En cuanto al resto de Europa, las cosas también registraban cambios notables. En Alemania, los múltiples principados territoriales se ponían poco a poco de acuerdo para conseguir más peso internacional: aliándose unas veces con Francia y otras con Suecia, Polonia o el imperio austríaco, el elector Federico Guillermo de Brandeburgo empezó a conformar una Prusia cada vez más fuerte, más influyente, que acabaría convirtiéndose, con el tiempo y una caña, en núcleo político de la futura Gran Alemania que tantos dolores de cabeza acabaría causando a Europa y al mundo. Mientras tanto, algo más arriba y a mano derecha, la todavía formidable Suecia, gran potencia militar nórdica, veía cuestionada su hegemonía porque prusianos, daneses, holandeses y rusos, mosqueados con su poderío, procuraban hacerle la puñeta; así que las guerras se sucedieron en aquella parte del mundo. En cuanto al este europeo y las orillas mediterráneas orientales, los sucesos más notables fueron el comienzo ya en serio de la expansión territorial de Rusia y las últimas jugadas de ajedrez de una Turquía que no era lo que había sido: la conquista de Creta fue su última ofensiva militar afortunada, pero el intento de avanzar hacia el corazón de Europa con el ataque a Austria y el asedio de Viena resultó un desastre. De poco sirvió que la Francia de Luis XIV recurriese al viejo truco del almendruco de los tiempos de Francisco I (aliarse con los turcos para fastidiar a los austríacos, como antes lo habían intentado con los españoles). El intento francoturco de que Austria se debilitara luchando en dos frentes simultáneos no salió bien: Rusia, Polonia y Venecia se aliaron con Austria, coaligados contra la Sublime Puerta en una guerra que acabó con el siglo (1699), de la que los turcos salieron (aunque todavía aguantarían el órdago una larga temporada) con el cochino bastante mal capado. De ese modo Rusia consiguió una salida al mar Negro, Polonia recuperó parte de Ucrania, Venecia recobró la costa de Dalmacia, y el imperio austríaco, cada vez más vitaminado, más fuerte y más chuleta, convertido en la gran potencia centroeuropea, se zampó toda Hungría, Eslovenia, Croacia y Transilvania. Estableciéndose en esas tierras, por cierto, unas fronteras étnico-religiosas que aún darían mucho que hablar y que sangrar trescientos años después, a finales del siglo XX, con las guerras de los Balcanes.
[Continuará].
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