Por Tomás Abraham (*) |
Milei hizo su primer discurso ante la asamblea legislativa. No ha habido un desafío de parte de las corrientes políticas del liberalismo y del neoliberalismo argentino con la fuerza que le imprimió este bizarro presidente en la inauguración de las sesiones en el Congreso de la Nación como si fuera un mandatario normal con prestancia presidencial y tono firme.
Ha sido el único intento de desmantelar con aprobación mayoritaria el aparataje del relato kirchnerista que dominó la escena política nacional en nada menos que veinte años y que el macrismo en nada pudo conmover por sus mohínes new age y su impericia.
Este hombre que hoy nos preside no se formó en una escuela privada de un barrio exclusivo ni pertenece a una familia de ricos y poderosos que lo protegieron de las inclemencias de la vida.
Milei es un personaje familiarizado con padecimientos por una infancia atormentada al que se le suma un atisbo de misterio que cubre su extraña devoción por el judaísmo fundamentalista y por la temible autoridad de los profetas del Antiguo Testamento.
No solo cuestiona los veinte años de hegemonía kirchnerista, sino todo el emblema de casi ochenta años de peronismo reflejado en su himno que llama a un combate del Estado contra el Capital. Milei llama por su lado a un combate del Capital contra el Estado. Las dos entidades son acusadas de prebendarias por sectores enfrentados de la realidad nacional.
Desde el posperonismo en los inicios de la década del sesenta del siglo pasado, se decía que no hay una burguesía nacional que dirija los destinos del país porque su soberanía política y su independencia económica debían ser conducidos por otras fuerzas sociales. Entre ellas la clase media y los trabajadores apoyados por un Estado que asume la función de acumulación de capital al que los capitalistas argentinos renunciaron.
Ajenidad fortalecida por el hecho de que promediando la década del setenta el capitalismo nacional se dio cuenta de que podía obtener pingües ganancias con la renta financiera vía dólares comprados baratos y fugados luego, y por las necesidades de un Estado deficitario necesitado de préstamos obtenidos por un sistema diverso y complejo de bonos soberanos que pagaban intereses más que atractivos.
Durante el menemismo hubo una oportunidad para los capitales locales de invertir en infraestructura y servicios gracias a la ola de privatizaciones baratas que les ofrecía el Estado y que reconvirtieron en posteriores ventas a capitales extranjeros obteniendo nuevamente rentas de orden comercial y financiero.
Un capitalismo cada vez más concentrado en empresas con un pie en la Argentina, pero con extremidades en el mercado mundial que les permiten no depender de los avatares de la coyuntura local. A su alrededor, decenas de miles de pymes se arremolinan e intentan subsistir con la ayuda de la informalidad laboral y la evasión impositiva sin las cuales no solo serían inviables, sino que expulsarían a la calle sin refugio a grandes contingentes de trabajadores.
Así es el capitalismo prebendario argentino al que el Estado nacional quiso suplantar como motor del desarrollo económico. Y no lo logró. ¿Por qué? Por ser a su vez prebendario.
El intento, allá lejos y hace tiempo, durante los inicios de la presidencia de Agustín P. Justo, de llamar a Federico Pinedo y un equipo de notables funcionarios para fundar un Estado meritocrático que creó por primera vez instituciones de regulación como el Banco Central, la Junta Reguladora de Granos, al tiempo que promulgaba la ley del impuesto a las ganancias, me refiero a la década del treinta del siglo pasado, aquel intento fue sumamente fugaz y no logró consolidarse por la mediocridad de la “casta” de la época que conformaba casi todo el arco político de la llamada por Tulio Halperín Donghi “república imposible”.
En aquellos años a nadie se le ocurría demonizar al Estado después del crac financiero del 29 que dejó en la calle a millones de personas y accionistas arrojándose de los balcones de los rascacielos por haber confiado en el sacrosanto mercado.
En nuestro país la novedad posterior a la llamada “década infame” incluye al peronismo que subordinó el dispositivo estatal con sus funciones correspondientes a un partido político para convertir al Estado en un monstruo burocrático que absorbió emprendimientos económicos sometido a las directivas partidarias y un clientelismo político que disimuló una desocupación creciente por falta de inversiones en el sector privado.
Milei llama a una cruzada político-mesiánica contra el Estado prebendario. Su relato suena extravagante, hiperbólico, desmedido, cataloga de criminal al funcionario que emita dinero en un mundo en el que los poderes centrales no hacen más que lanzar ingentes cantidades de bonos para financiarse y cubrir sus propios déficit, oculta con un superávit primario logrado con la llamada licuadora el déficit financiero y la montaña de Leliqs que esperan su liquidez –tema por lo menos complejo del que en nada soy sabio, pero los expertos dicen que es una bomba financiera de miles de millones de dólares de deuda del Banco Central que sigue oliendo a futuro plan Bonex–, y juega con fuegos que no son de artificio.
Falta una pata de la mesa. Algunos lo llaman Círculo Rojo, esa figura geométrica que el expresidente Macri decía que lo había traicionado, nos referimos al citado capitalismo prebendario que se enriqueció con la Argentina disminuida y su Estado quebrado para concentrar bajo su paraguas los restos de un país en franco deterioro. No todos sufren al país, están quienes lo gozan, y no son los que Milei llama “la izquierda” o aquellos dirigentes acusados de lucrar con la pobreza.
Hay una realidad visible que es la de millones de argentinos que están fuera del sistema salarial, sin acceso a lo mínimo indispensable para vivir, que, como dice el Presidente, no son responsables de su suerte, no la quisieron ni la merecieron, y se les ocurrió organizarse. El problema no es solo la corrupción en el universo de los planeros, sino el de su derecho a la organización.
Atomizarlos para debilitarlos en nombre de un futuro universo laboral con trabajo decente no es más que un pretexto político para justificar un verdadero Apartheid, bastante más auténtico que el invocado por Milei cuando habla del monstruo estatal.
No tenemos un nuevo país, por ahora, sí tenemos un nuevo relato. Se dice que hay matrimonios que se disuelven para cambiar de conversación.
(*) Profesor emérito de filosofía de la Universidad de Buenos Aires
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