Qué lindo mi país, paisano. Argentina se caracteriza por tener una sociedad tóxica.
Por Sergio Sinay (*)
Está de moda hablar de cambio cultural. Como toda fórmula que se repite sin ser explicada, también esta terminará, o quizás ya terminó, por ser una muletilla vacía, un atajo para no pensar, para no pasar por el trabajo de argumentar. Para insistir en el sonsonete de cambio (o revolución) cultural, habría que empezar por ponerse de acuerdo en qué significa cultura, lo que no es sencillo.
Los psicólogos sociales vascos Darío Páez Rovira y Elena Zubieta señalan que se han encontrado más de 105 definiciones, las que pueden dividirse en dos grandes grupos: cultura objetiva (patrones de conducta en un hábitat determinado) y cultura subjetiva (estructuras de significado compartidas en un grupo). En su trabajo Cultura y psicología social explican que “una cultura se caracteriza por un estilo y regularidad de conductas y reglas de acción”. Pero advierten que ese estilo y esas conductas no necesariamente son valorados ni afectan positivamente a los grupos, comunidades y sociedades que los practican. Hay formas de conducir vehículos, de comunicarse, de actuar en público, de descuidar el medio ambiente, de colaborar con la corrupción política, de despreciar a los diferentes que pueden ser atributos culturales, pero cuyos efectos perversos son indeseados por muchos miembros de la comunidad y resultan perjudiciales para todos, incluso para quienes los estimulan en interés propio.
Si la cultura política, social y comunicacional predominante en una sociedad es tóxica (y la Argentina lo es), impulsar una revolución cultural que la transforme no significa, solo por ser anunciada, un cambio positivo. Como explicaba el sociólogo y ensayista italiano Francesco Alberoni (1929-2023), las revoluciones rompen un orden, pero no necesariamente lo reemplazan por uno nuevo y mejor. La fase destructiva entusiasma, convoca, no necesita reflexión y es más sencilla (con costos a menudo altos y trágicos) que la constructiva, la cual necesita perspectiva, visión, ideas, coraje moral e intelectual y paciencia. Enamorarse de la propia imagen disruptiva, desentenderse de sus consecuencias en otros y declararla cambio o revolución cultural no significa, salvo que se lo vea a la luz de un acentuado voluntarismo, provocar una transformación en la sociedad.
Si la indiferencia, la manipulación y hasta el desprecio por el padecimiento de los desfavorecidos de un régimen como el kirchnerista (que en su último tramo sumó a Sergio Massa como mascarón de proa), si el rechazo y la descalificación de quienes pensaran diferente, propios de ese régimen, si su conversión en una secta conducida por un liderazgo personalista que solo admitía aduladores y cortesanos, serán reemplazados por nuevas e incluso más violentas formas de desprecio e insulto, por escraches en las redes y en los discursos a quienes no se postren ante un pensamiento único, dogmático e inflexible, la proclamada revolución terminará por ser nada más que un nuevo impulso a la ya agobiante y estéril cultura de la grieta, de la intolerancia y de la matriz amigo-enemigo imperantes en la vida de esta sociedad. En esto no es un diario, obra que recoge reflexiones y experiencias personales, el gran sociólogo y pensador polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) dice: “La cultura de la modernidad líquida ya no tiene un pueblo que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que seducir”.
Cuando ese propósito desconoce límites y llega a insultar y ofender a comunidades enteras sin demostrar capacidad de arrepentimiento, de pedir perdón, cuando se carece de flexibilidad y de plasticidad, la revolución que se invoca desmerece a sus fines, aunque estos sean plausibles y necesarios. Los cambios para los que este gobierno fue elegido son necesarios, pero solo podrían provocar una transformación cultural (además de la económica, política y social) si sus herramientas instalan un nuevo paradigma de relación y diálogo. Si no, serán solo imposiciones que, otra vez, dejarán afuera a demasiada gente. Ha ocurrido con muchas revoluciones que, mirándose el ombligo, olvidaron a las personas y a su dignidad. Además, ningún fin justifica los medios.
(*) Escritor y periodista
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