Por Sergio Suppo
Javier Milei, genio y figura, salta por encima de las reglas básicas y lo celebra. Es su forma de construir y destruir poder, llamativa y explosiva, a imagen y semejanza de otros líderes de estos tiempos. Hasta lo supuestamente nuevo ya tiene escrito su manual de uso.
Es todavía temprano para saber el resultado de su experimento sobre un país diezmado por el empobrecimiento generalizado en todos los órdenes de su vida pública. Los incondicionales del oficialismo dicen que hay que apelar a nuevos métodos para entender a Milei. Pero nunca será tarde para recordar que, ante un presidente disruptivo o encastado, hay reglas que difícilmente puedan quebrarse, porque están en la naturaleza de la política y el poder.
Entre otros, los presidentes tienen dos deberes implícitos que se conjugan con un mismo verbo: tienen que evitar que se devalúe su propia palabra y la moneda del país. Lo primero es sinónimo de la preservación del poder político; lo segundo equivale a la conservación del valor de los bienes y de la producción, y al consecuente funcionamiento y bienestar de la sociedad.
El libertario juguetea alegremente con una comunicación salvaje con el propósito calculado de dejar en evidencia los males y sus responsables. Él mismo suele regresar al cabo de esos ataques de ira descargados en su cuenta de X, con un ejército de replicadores que disciplinadamente van sobre una víctima de circunstancia.
Esta semana admitió que atacó desaforadamente a la cantante Lali Espósito con el objetivo de mostrar los gastos desmesurados que gobernadores e intendentes hacen para organizar shows y festivales. ¿Tenía que denigrar a una artista durante dos semanas para cuestionar el despilfarro de fondos públicos? ¿Estaba mal que el kirchnerismo persiguiera a los ajenos, pero está bien que los libertarios le hagan bulliyng al resto de la humanidad?
El primer dilema de Milei es cortado por él mismo con su famosa motosierra. Quita valor a su palabra descargando agravios e insultos como una lluvia que moja en el blanco, pero también a ajenos o inocentes a la cuestión.
Milei une con imprudencia las opiniones o acciones que no le gustan con el delito o la ruindad. Suele responder a las críticas con una descalificación genérica en la que los destinatarios son todos corruptos o se los acusa, con condena incluída, de ser agentes de una conspiración socialista.
La intolerancia del Presidente es contagiosa a un extremo u otro del mapa político. El fanatismo de Cristina provocó enfrentamientos irreparables que quebraron amistades y familias que perduran aun en el atardecer del kirchnerismo.
La tribu libertaria actúa con la misma intolerancia y reclama tanta incondicionalidad como la que exigía el cristinismo. No puede por lo tanto esperarse un resultado diferente.
La exigencia de un pleno alineamiento a los criterios –por definición, cambiantes– del credo libertario es, por lo demás, una incoherencia con el propio sistema de ideas de la libertad de los individuos.
Hay otro problema en la pretensión de iluminar con la fuerza mítica de solo un grupo el remedio para resolver los gravísimos y crónicos problemas de la Argentina. A fuerza de rabietas, el universo de adversarios es cada vez más amplio.
Milei no se deja ayudar. Aunque es cierto que en esas sugerencias de colaboración también hay numerosos interesados en mantener el statu quo que, con toda razón, el Presidente quiere transformar. Tiene un mandato concreto de una sociedad harta para modificar radicalmente esta realidad.
La cuestión es si podrá hacerlo solo. Y si le resultará útil o no que siga pasando al bando de sus enemigos hasta a su propia vicepresidenta. No parece sensato poner en el mismo lugar que el kirchnerismo a Victoria Villarruel. Tampoco pretender domesticar a los que no lo obedecen ciegamente acusándolos en forma automática de traidores, ladrones o comunistas.
El otro dilema del Presidente está en la dimensión del ajuste con el que empezó su proyectada transformación económica de la Argentina.
A tono con tamaño de la crisis y el consecuente cansancio de los argentinos de soportarla, nunca hubo como ahora un consenso tan amplio para que el Gobierno lleve adelante un fuerte recorte del gasto y cuadre los números hasta eliminar el déficit.
Milei decidió el combo más duro: intensidad y velocidad. Avisó lo que haría y buena parte de los ciudadanos le reconocen como un logro el cumplimiento de la promesa de ir a fondo desde el primer minuto.
El experimento puede ser mirado en las planillas y en las calles. El Gobierno por ahora puede celebrar que los números tienden al azul; en la calle por ahora predomina la esperanza, aun cuando la dureza del ajuste torne inviable aspectos de la vida común.
Advertencias como las del Fondo Monetario sobre el recorte a los jubilados y la ayuda social obligan a poner el foco sobre la viabilidad política de profundizarlo.
Se supone que no es un ajuste por el ajuste mismo, sino para sentar las bases propias de toda economía que funciona: equilibrio fiscal y sostenibilidad monetaria como principio de una reducción de la inflación.
No está claro que Milei pueda establecer el límite entre lo ideal y lo imprescindible. Ir por el primer camino podría llevarlo a liderar un esfuerzo que termine en una regresión a un populismo de signo inverso al que tuvimos.
Ir hacia la ejecución de lo necesario implica aprender a distinguir entre quienes hacen advertencias para ayudar al Presidente y quienes trabajan para frenar su intento de cambio.
Discernir entre la observación que ayuda y la sonrisa que esconde un ataque es la esencia de ese desafío, entre tantos posteos, likes y trols.
© La Nación
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