sábado, 30 de marzo de 2024

La vida en gris

 Por Carlos Ares (*)

Enrique, el antiguo”, un personaje que interpretaba Guillermo Francella en televisión, vivía en el pasado. Decía frases como: “¿Me estás cachando?”, que ahora sería: “¿Me estás jodiendo?”, o: “¡Tírame las agujas!” cuando quería saber la hora. En la pantalla del televisor, entre los que interactuaban con él en color, “Enrique” aparecía recortado completamente en gris, pelo, cara, piel, ropa. En esos años, 2001, 2002, el efecto especial del programa sorprendía.

Aquí estamos ahora, convertidos en esos millones de enriques que se ven atrás de los impunes que en el primer plano desde hace, ¿cuánto?, ¿setenta?, ¿cincuenta?, ¿cuarenta?, ¿treinta años?, roban cámara, mienten, manipulan los hechos, relatan la historia, chorean billetes de todos los colores. Deambulamos como una masa informe de enriques, sin influencia en la trama de lo que pasa. Bocetos apenas de posibles personas delineados sobre el telón de fondo del drama, que interpretamos a diario.

Amanece. Acción. De la bruma salen brazos, piernas, cuerpos desganados. La mirada filma siempre las mismas escenas. Enriques paseando el perro. Enriques tirados en los umbrales. Enriques en espera de que algún Enrique atienda. Padres enriques, seguidos de pequeños enriques, que revisan el contenedor de basura. Enriques que piden. Enriques que dan. Enriques buscas, vendedores de pañuelos, biromes, chicles, chocolates, entre enriques abstraídos, conectados a dedo con la pantalla del celular.

Extras mudos, simulando ser, estar. Sonriendo a veces, saludando a otros enriques que a su vez, están haciendo como que hablan entre ellos. Enriques sin participación en el guion, sin letra, sin palabras, sentados a la mesa de un bar con dos pocillos vacíos, fumando colillas apagadas, saliendo del supermercado con bolsitas sin nada, embarcando en aeropuertos con valijas llenas de lágrimas. Donde se mire, norte, sur, cerca del mar, al pie de la montaña, nada altera el gris paisaje interior.

La larga sombra de los enriques cenicientos, nublados, salta los altos muros que se levantan para contener el miedo. Al final del día, las minorías de círculos rojos, verdes, protegidos en autos negros blindados, con ventanas tintas, polarizadas, cercados por alambres, guardias armados, sienten que el otro mundo avanza, se derrama sobre ellos cuando el crepúsculo limpio, púrpura, del sol que suponen privado, exclusivo, se ensucia lentamente de un gris amenazante, aterrador.

Los paredones sociales no alcanzan a contener, ni a dividir, el desánimo inefable. Es un gris consorcio común, avaro, seco, penetrante, soviético, sin límites. Se siente, se huele, está ahí. No se sabe desde cuándo, no se puede medir hasta dónde. No bastan los datos, la cantidad que hace falta para dejar de ser, o no sumar uno más al porcentaje de los que son. No alcanza con separar, juzgar, señalar, marcar como ganado, encuadrarnos según como cada quien se la cree, se percibe en el lugar que se supone instalado, clase alta, media, baja, pobre, indigente.

Los enriques llevan puesta la cara macilenta de la desgracia adónde van. El aliento del tiempo perdido, gastado en nada, empaña los ojos. Un día hoy, uno igual después, uno más si hay, así hasta que se acaben los días. El rodillo aplastante del fracaso nos dio de ida, de vuelta, mano tras mano de un gris que se hizo costra, hueso, carne, ojos, lengua, dedos, uñas. Aire viciado que respira en la única, miserable, conversación que se sostiene, los precios, el costo de llegar hasta mañana.

“Les voy a decir la verdad, los estaba cachando. Sé que estamos en diciembre de 2002, que es el siglo XXI”, reconoció el personaje de Enrique en el último programa, ya en color. “¿Saben qué pasa?, ¡los tiempos que vivimos no son para sentirse muy orgullosos! Yo prefería soñar con aquellos años felices en los que la palabra tenía valor, los amigos eran para toda la vida y hasta los chorros tenían códigos. Me dicen el antiguo, pero no, a mi manera simplemente soy un idealista”.

Si el ideal era que alguna vez la Justicia pintara algo, debemos reconocer, antiguo Enrique, que desde entonces pasaron veinte años más. La condena al gris se hizo casi perpetua. Sólo en los sueños somos libres.

(*) Periodista

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