Por David Toscana
Cuando niños, mi hermano y yo descreímos muy pronto de Santa Clos, pero él me sugirió que fingiéramos que aún creíamos, “o nos dejarán de dar regalos”. Es difícil mantener tal fantasía cuando la tradición indica que se trata de un personaje gordo que entra por inexistentes chimeneas, y aun en los países con semejantes modos de calefacción los cuentos hablaban de deshollinadores que pasaban la vida negros y tiznados y pringados.
No tengo ningún problema con convertir en ficción a San Nicolás o cualquiera de sus versiones. Sin embargo, hay otras leyendas y fantasías que me cuesta abandonar.
Todos conocemos la anécdota en la que el rey Hierón le pide a Arquímedes que averigüe si su corona es de oro puro o si el orfebre le puso alguna cantidad de plata. Creo que el relato nos sobrevive por la mano de Vitruvio, quien lo cuenta así:
Arquímedes se tomó con empeño este encargo; por pura casualidad, se dirigía al baño y cuando se introdujo dentro de la bañera observó que se derramaba fuera de la bañera una cantidad de agua proporcional al volumen de su cuerpo, que iba sumergiendo. Esta puntual experiencia le hizo ver la solución del problema y, sin perder tiempo, lleno de alegría, saltó fuera de la bañera, desnudo se dirigió hacia su propia casa manifestando a todo el mundo que había encontrado lo que estaba buscando; corriendo gritaba una y otra vez ¡eureka!, ¡eureka!
Pero llegan los historiadores contemporáneos a asegurar que tal relato es falso.
Pasa lo mismo con el famoso corredor Filípides que, luego del triunfo griego en la batalla de Maratón, corre los más de cuarenta kilómetros hasta Atenas para dar la noticia. La versión más emblemática la cuenta Luciano de Samósata, pues es quien asegura que Filípides muere tan pronto pronuncia las buenas nuevas. “Se dice que fue Filípides el corredor quien primero lo empleó en este sentido, cuando al anunciar la victoria a los magistrados reunidos, que estaban preocupados por el final de la batalla, les dijo: ‘Adiós, hemos vencido’, y diciendo estas palabras se murió, y expiró coincidiendo con la noticia y el adiós.”
Difícil de traducir es la palabra que aquí se presenta como “adiós”, y en otras versiones como “alégrense” o “regocíjense”.
Diez años después de Maratón, viene la batalla de Salamina, en la que los griegos de nuevo vapulean a los persas. Es uno de los grandes momentos para quienes amamos la cultura occidental. Yo celebro cada septiembre este aniversario. Pero ahora ciertos historiadores euroculpables dicen que no es para tanto, que en realidad ganaron los persas, pues ocuparon y destrozaron Atenas, y que ése era el propósito de su expedición punitiva.
Se sabe que Nerón incendió Roma, aunque no se sepa. Que a Constantino se le apareció la cruz, aunque no se le haya aparecido. Que Pilato tenía la costumbre de liberar a un preso, aunque nunca lo acostumbró.
Dándole buen sabor de renacimiento al Renacimiento, Manetti cuenta que Filippo Brunelleschi y Donatello hicieron un viaje a Roma para estudiar detenidamente los modos de construir y escarbar en busca de esculturas antiguas. Vasari también se esmera en relatarnos cuán intensamente trabajó este par de artistas durante años para redescubrir la grandeza de aquel pasado. “De inmediato se prepararon para medir las cornisas y realizar planos de los edificios, laborando continuamente… No hubo sitio que no visitaran… ni omitieron tomar mediciones de cualquier obra meritoria… Filippo se entregó tanto a sus estudios que no se daba tiempo para comer ni dormir”. Pero luego de siglos de tener esa imagen apasionada y ejemplar de dos artistas ebrios de arte, ahora leo a un historiador que lo tilda de leyenda y escribe: “No hay evidencia documental para ubicar a Brunelleschi en Roma en ningún momento de su vida”.
Pero en fin, hay otros historiadores que proponen que el Renacimiento no existió como una explosión de creatividad y de enaltecimiento del ser humano, sino como una lenta continuación de la Edad Media, que también se conoce como Años Oscuros. Seguramente desde Florencia, Francesco Petrarca sí percibió alguna luz en su presente, y vio oscuridad en aquel pasado que él llamó el pasado oscuro y por eso bautizó a esa época secoli bui.
Parte del encanto de los Borgia, sobre todo del papa Alejandro VI, es que liquidaron a decenas de sus enemigos con un veneno llamado cantarella. Historiadores contemporáneos lo ponen en duda. Uno de ellos escribe que no habrán sido tantos los asesinatos, “quizás uno o dos casos, y posteriores investigaciones podrán reducir estos casos a cero”. A Lucrecia Borgia también la rebajan con agua los cronistas modernos.
Sabemos que luego de ser obligado a renegar del sistema heliocéntrico, Galileo Galilei dijo: “Y, sin embargo, se mueve”. Pero historiadores aseguran que tal frase nunca se pronunció. Sabemos que a Newton le cayó en la cabeza la teoría de la gravitación cuando vio caer una manzana, aunque los portadores de la verdad histórica nos digan que eso es un mito. Conocemos bien la frase “Que coman pasteles” o “Qu’ils mangent de la brioche”, pronunciada por la reina María Antonieta, aunque tales palabras han sido muy malabareadas y puestas en duda.
Por alguna razón me siento más a gusto con el efecto de putrefacción que Edward Gibbon le da al cristianismo en su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, que con otros libros más contemporáneos que presentan otro sabor de los hechos.
Hallo mejor alimento para el alma en ciertas versiones dudosas que en las supuestas verdades. Por ejemplo, más rico para el espíritu resulta el Renacimiento que romantizaron algunos historiadores antiguos como Vasari o Burckhardt, con sus leyendas y exageraciones, que el más sobrio, diluido y mejor investigado de ciertos especialistas contemporáneos.
Siguiendo a Tucídides cuando dijo: “La historia es filosofía que enseña con ejemplos”, veo que con frecuencia hay mejor enseñanza en ciertos ejemplos dudosos que en los vagamente certeros. Pero termino acorralado, pues dicen los historiadores que Tucídides nunca dijo eso.
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