Por Arturo Pérez-Reverte |
Si el siglo anterior había sido español, el XVII lo fue francés. En él se consolidó la Francia que durante casi dos centurias iba a marcar la política y el estilo de Europa, con una reafirmación de la monarquía por derecho divino y un predominio (excepto en Inglaterra, inevitablemente parlamentaria) de las ideas absolutistas. Y si eso tuvo un nombre, fue el de Luis XIV. La idea, desarrollada por pensadores como Jean Bodin y algún otro, era antigua, pero se vio renovada con una modernidad abrumadora: el rey era Francia y Francia era una nación, luego la voluntad de la nación era la del rey, o más bien era el rey quien encarnaba la voluntad de la nación. La France c’est moi, como la Lulú del perfume. Más claro, agua. Y al que ponga pegas, le mando mis ejércitos o lo meto en la Bastilla.
Huérfano desde muy niño (1643), criado en la regencia de su madre española (Ana de Austria, la de Los tres mosqueteros) y el primer ministro-cardenal Mazarino (el de Veinte años después), y con una formación más pragmática que libresca, al subir Luis al trono supo someterlo todo a su voluntad: la política, la guerra, la economía, el arte y las letras. El chaval no era un prodigio de inteligencia, o eso dicen los que saben; pero tenía ojo de lince y supo rodearse de buenos colaboradores. A la muerte de Mazarino rechazó tener a otro primer ministro, encargándose él de todo, con ministros elegidos entre la alta burguesía y sujetos a su voluntad, consejo de Estado e intendentes provinciales que actuaban bajo su control directo. Y además puso a un genio en materia de finanzas (el ministro Colbert) a cargo de la economía nacional: manufacturas, tarifas aduaneras, red de transporte para mercancías y fundación de compañías comerciales y coloniales. Aquello disparó la prosperidad y la viruta entró a chorros en las arcas reales y en las particulares, con toda la peña feliz como una perdiz. En materia religiosa, tampoco Luis se cortó ni al afeitarse: para conseguir la unidad que por entonces todo gobernante ambicionaba, se lo puso difícil a los protestantes franceses, forzando a 250.000 hugonotes a hacer las maletas rumbo a Suiza, Holanda, Alemania e Inglaterra. Y para controlar todavía mejor la cosa interna, se sacó de la manga el asombroso invento de Versalles, que convirtió a su corte en pasmo de Europa. Y lo que hizo, el tío, fue construir una superhipermegalujosa residencia oficial para toda la corte, alejando a los nobles (siempre peligrosos en sus vanidades y ambiciones) de las posesiones provinciales para tenerlos allí controlados, convertidos en cortesanos fieles, comiendo de su mano y haciéndole todo el día la pelota. La etiqueta real, los privilegios de la corte y demás farfolla versallesca se convirtieron incluso en leyes estatales que acabaron siendo imitadísimas en las demás cortes europeas. Cada monarca (hasta los más bestias, que eran unos cuantos) quiso tener su Versalles, y todo empezó a hacerse al gusto francés, hasta el punto de que parlar gabacho se convirtió en signo de distinción internacional. A causa de eso, la influyente corte francesa jugó un papel fundamental en la difusión del arte y la cultura en Prusia, en Rusia, en Austria y en Suecia (con el tiempo, ya veremos por qué, también en España). La Academia, creada en 1635 para cuidar y perfeccionar el idioma, alumbró hacia finales de siglo un excelente diccionario de la lengua franchute; y el propio rey, para fomentar las artes y las letras (y hacerlas parte de su gloria personal, el muy pirata), pensionó a arquitectos, pintores y autores teatrales de postín como Molière, Racine y Corneille, que besaban el suelo por donde el monarca pisaba (excluyo aquí un fácil juego de palabras con el francés pisser). Pero no todo fue cultura, claro. El áspero mundo seguía su camino y nada excluyó la guerra, que seguía siendo el método habitual para resolver asuntos internacionales. Decidido a dotar a Francia de fronteras seguras al norte y el este (la famosa marcha hacia el Rhin), y eso en detrimento del imperio alemán y de la Bélgica todavía española, Luis XIV se metió en serios desparrames bélicos, alguno de los cuales no le salió tan chachi como calculaba. Austria e Inglaterra, que lo miraban de reojo, promovieron exitosas coaliciones contra el hegemonismo francés; y poco a poco los ingleses, con una inteligente política naval, fueron comiéndole a Francia la tostada en el mar del mismo modo que ya se la comían a España, bosquejando la gran potencia marítima que serían en el siglo XVIII. Y, bueno. El otro gran pifostio bélico en el que se metió Luis XIV ya con cierta edad, muy extenso y complicado, fue el que se produjo en 1700 por la sucesión al trono de aquel rey Carlos II, último de los Austrias, con el que a los españoles nos bendijo Dios. Pero de ese conflicto, que acabó siendo una verdadera guerra general europea, hablaremos en otro episodio. Creo.
[Continuará].
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