Por Pablo Mendelevich |
Somos negacionistas. Hay que reconocerlo. No se trata sólo del caradurismo atávico de Cristina Kirchner, quien ahora da clases magistrales por escrito sobre cómo gobernar, sin mencionar, sin siquiera rozar sus importantes contribuciones de dos décadas a la decadencia argentina ni mucho menos recordar que su condena a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos es por administración fraudulenta del Estado.
Quizás sea duro aceptarlo, pero esconder verdades que por algún motivo incomodan no es exclusividad de la tergiversadora mayor.
Si bien habitualmente se entiende que el negacionismo está referido al Holocausto y puede que haya un abuso del término, la negación de determinadas realidades y hechos relevantes cuenta desde hace tiempo con un outlet. Allí se apiñan los terraplanistas, los que dicen que el Hombre nunca fue a la Luna, los antivacunas y también aquellos individuos que sostienen (uno es Javier Milei) que el calentamiento global responde a ciclos habituales del planeta o bien es un relato del “socialismo”, pero no un efecto corrosivo de la actividad humana.
Muchas veces se clasifica a los negacionistas de acuerdo con la materia que los enardece. Sus tácticas son descriptas según se abracen ellos a impostores al paso, observaciones seudocientíficas, falacias lógicas, creencias racistas o meras argumentaciones irracionales. Sin embargo, la especie negacionista que predomina en la Argentina parece ser de una categoría telúrica. Es un negacionismo que en vez de revisar hechos, de discutirlos, de rebatirlos, los esconde, lo cual, por cierto, ahorra tediosas disputas. Negacionismo Copperfield: los sucesos que incomodan se esfuman mágicamente. Nadie dice que no sucedieron ni tampoco lo contrario. Basta con fingir el vacío, imponer relatos atronadores que se saltean tramos enteros de la historia. Los tramos molestos. No son cosas que les sucedieron a otros, como el alunizaje de Armstrong y Aldrin. Son vivencias propias, ya sea con compromiso protagónico o de complicidad implícita o explícita, cosas de las que el dicente no se quiere hacer cargo para no interrumpir el confort del relato aliviador que adoptó delante de resultados indeseables. Esa es la expresión clave: no hacerse cargo. El método consiste en desconocer que uno estaba allí, que uno fue de la partida, que uno contribuyó.
¿Quién quiere acordarse, después de todo, de que del exitismo malvinero de 1982 previo a la derrota del 14 de junio participaron decenas de miles de argentinos que vivaban a Galtieri saltando no sólo en Plaza de Mayo sino en infinidad de plazas provinciales? ¿Quién tiene ganas de ponerse a reconocer que seis años antes, cuando fue el golpe de Videla, una buena porción de la sociedad celebró en sus casas la vuelta de los militares para “poner orden” de una buena vez? ¿Qué era en los tiempos de la represión ilegal la frase coloquial “algo habrán hecho” si no una indecente convalidación del método de la desaparición forzosa de personas? Y se puede seguir hacia atrás.
Así como Copperfield para tallar su grandeza no se dedicó a hacer desaparecer un conejo sino la mismísima Estatua de la Libertad, el peronismo hizo desaparecer (perdón por el verbo, no hay otro tan preciso) un gobierno entero, ¡un gobierno suyo!, el de Isabel Perón. Cristina Kirchner solía decir en sus cadenas que ella era la primera mujer presiden-ta (enfatizaba siempre las dos últimas letras) de la historia. Algo equivalente a pretender que Carlos Pellegrini, José Evaristo Uriburu, José Figueroa Alcorta, Victorino de la Plaza y Ramón Castillo nunca fueron presidentes, no existieron, porque al igual que Isabel Perón llegaron al poder como vicepresidentes. Hacerse cargo del tercer gobierno peronista habría significado asumir el fracaso de Perón como pacificador, el naufragio del Pacto Social y su siguiente estación, el Rodrigazo; la perversa incongruencia de la guerrilla peronista combatiendo con las armas al gobierno peronista y, sobre todo, la introducción del terrorismo de estado a través de la López Rega y la Triple A. Esto es, los más de 600 desaparecidos en “democracia”.
Por eso Cristina Kirchner se presumía “la primera presidenta”. Su esposo instauró al 24 de marzo como feriado nacional (en vez de evocar la tragedia de la dictadura en la fecha en que ésta terminó y comenzó la democracia), para erigir una pared destinada a subrayar el inicio del Mal, lo que sacralizaría el período constitucional anterior en una medida muy por encima de lo que la verdad histórica recomendaba.
Rey del relato, el kirchnerismo mejoró las destrezas ilusionistas del peronismo, el cual ya había soslayado con eficacia frente a las nuevas generaciones el origen del coronel Perón como hombre fuerte de la dictadura del 43, por cierto que una dictadura “buena”. Eso por no escarbar ahora en las simpatías fascistas del líder emergente.
El sufragio pretérito siempre fue un clásico del fenómeno de la negación. De la Rúa llegó al poder votado por uno de cada dos argentinos, más o menos lo mismo que Menem en sus dos elecciones ganadas y también que Alberto Fernández. Pero apenas un tiempo después era difícil hallar en la cola de la panadería o en la sobremesa familiar a alguno de esos votantes. Siempre estaban, extrañamente, los de la otra mitad.
En el Día de los Enamorados, Cristina Kirchner, quien confiesa sentirse enamorada de la Patria en lo que probablemente sea un amor no correspondido, no sólo vitupera por enésima vez a Macri, nos revela el origen de la inflación, nos informa por qué fracasó Alfonsín y, por cierto, nos enseña que Milei calca a Videla. También desarrolla una nueva versión sobre los gobiernos no peronistas que caen antes de tiempo: la causa, descubre ella este verano, fue que no lograron darle a la sociedad “calidad de vida”. Bien abortados están, pues. Se ve que eso les pasó a Frondizi, Illia, Alfonsín y De la Rúa, pero no al reciente gobierno de Alberto Fernández, Sergio Massa y ella, que completó el mandato sin inconvenientes. Niega así la exvicepresidenta que hubiera habido alguna merma de la “calidad de vida” de los argentinos: su gobierno terminó puntual. Este, se ve, ya es un negacionismo más elaborado. Negacionismo inducido.
Eligió a la vez Cristina Kirchner el día del tercer aniversario del fallecimiento de Menem, “neoliberal” peronista al que ella, después de compartir la boleta electoral y apoyarlo en forma explícita a lo largo de los noventa, insiste en presentar como si hubiera caído de Marte.
Es verdad que al morir, Menem mejoró su prestigio ante los ojos de sus antagonistas, cruel revisión que también se verificó con Yrigoyen, Frondizi, Illia y Alfonsín. No se puede negar (sic) cuán grandes fueron estos prohombres, dicen sus enemigos históricos, sin escamotear cinismo delante del cajón. Nadie fue tan gráfico para esto como el presidente Castillo, quien aceptó velar en la Casa Rosada a Marcelo Torcuato de Alvear poco después de proscribirlo.
La palabra negacionismo resplandeció hace poco en la política local a causa de Victoria Villarruel, nieta, hija y sobrina de militares, o, mejor dicho, del negacionismo que a ella le atribuyen -entre otros- los negacionistas del gobierno de Isabel Perón, la Triple A y López Rega. Profanador de la universalidad de los derechos humanos, el kirchnerismo ha impulsado legislaciones para penar el negacionismo del terrorismo de estado. Son prohibiciones a imagen y semejanza de las leyes europeas que persiguen la no admisión de las políticas de exterminio implementadas por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Villarruel sostiene en esencia que las víctimas de las organizaciones guerrilleras no fueron tenidas en cuenta por las políticas oficiales. Según ella esto confirma que no hubo una “memoria completa”, discurso que los activistas de derechos humanos rechazan porque entrevén una reivindicación de los métodos represivos de la dictadura.
El problema es que en la Argentina la discusión política suele estar desacoplada de la institucionalidad, a su vez sinuosa y lábil, y del imperio de la Justicia. Sencillamente porque la Justicia no impera todo lo que debería. Rediscutir consensos como el del terrorismo de estado durante la dictadura, consagrados por sentencias de la Corte Suprema, resulta inquietante. Pero a la vez es cierto que esos consensos fueron en parte desvirtuados por la partidización de los derechos humanos, reivindicación política de la guerrilla peronista incluida.
Supuestas negaciones cruzadas que hablan de una falta de sinceramiento del debate político sobre el pasado violento. Un trauma social que seguramente se retemplará el próximo 24 de marzo.
© La Nación
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