Por Jorge Fernández Díaz |
La primera vez que aquel reportero desconocido vino a la Argentina fue en los bulliciosos años setenta. Recuerda de ese momento “esplendoroso” los círculos de personas que debatían con ardor la política en la calle Florida, y la asombrosa cantidad de librerías, cines y teatros sembrados por toda la ciudad: Buenos Aires le pareció entonces mucho más potente culturalmente que Madrid. Ya con la mirada del héroe cansado, Arturo Pérez-Reverte advierte hoy algo que no terminamos de asumir: en nuestro país “ha habido un desmantelamiento cultural muy importante. Un verdadero destrozo de la educación y la cultura, y eso ha producido generaciones de argentinos menos cultos, en una nación donde la hostilidad, el caos y otros vicios no han sido templados con el sentido común, la prudencia, el conocimiento.
Y ese retroceso ha dejado a las emociones y las agresividades sueltas, sin los mecanismos que las controlan y civilizan”. En una entrevista que concedió hace unos días al programa Reflexiones de café, el escritor y miembro de la Real Academia Española concluye: “La Argentina está siendo privada de los sistemas protectores de convivencia que la cultura hace posible; eso sí es peligroso y lleva a un lugar donde no hay vuelta atrás”.
Su declaración, cargada de pena y de extraordinario afecto por los argentinos, interviene sin quererlo en una escaramuza política cruzada por la mala fe y la mentira, y por descomunales malentendidos entre el Gobierno y la denominada “comunidad artística”: unos y otros se apuñalan a ciegas. Como en muchas otras temáticas, Javier Milei detecta un problema cierto, pero improvisa una simplificación furibunda y revolea una solución equivocada, como un médico que observa una dolencia en una pierna, pero en lugar de soldar una simple fractura ordena a los gritos una amputación. Como todo líder de La Nueva Derecha, está seguro de que la izquierda –para él una nominación laxa que incluye a muchos liberales– ha copado la cultura occidental para hacer política e imponer un nuevo conjunto de ideas hegemónicas. Es un hecho reconocido que la llamada cultura woke, lo políticamente correcto, pasó de ser algo contestatario a ser en efecto una doctrina puritana y progre que manipula y sesga la ficción, milita con el arte y provoca, con sus excesos y cancelaciones, una rebelión popular en sentido contrario. Toda estrella de Hollywood se veía obligada a lanzar monsergas cuando recibía un premio, hasta que las audiencias cayeron precisamente por esa insolencia, y entonces todos debieron recatarse un poco en las ceremonias. Centenares de series y películas están plagadas de esos nuevos clichés: en la cuarta temporada de True Detective –por tomar un ejemplo reciente– los hombres son ruines, estúpidos o están muertos; las mujeres policías están habilitadas para exterminar a un malo mediante acciones de gatillo fácil y las damas son perdonables incluso cuando asesinan a sangre fría; los culpables resultan invariablemente heterosexuales blancos, los inocentes puros pertenecen siempre a una minoría étnica o de género, y los empresarios son, sin matices, el origen de toda perversión humana. A la rabia que produce este nuevo y estúpido dogma y a la ridícula ocurrencia de que estos grandes aparatos comerciales del streaming se sienten con derecho a dictar la nueva moral, se agregan patrullajes ideológicos, fanáticos de nuevo cuño que atacan e impugnan a la familia tradicional, gendarmes lingüísticos que retuercen la lengua y muchas otras sandeces inspiradas en la soberbia de las “almas bellas”. El nudo del asunto es que causas nobles –reivindicación social y laboral de la mujer, lucha contra cualquier discriminación, ecología– suelen mancharse por iluminados que se obsesionan no por la libertad sino por la imposición de sus reglas. Y también porque la reacción a esa tiranía se pasa muchas cuadras de la sensatez, la lógica y el justo medio: en su bronca ciega se vuelve negacionista de todo y acaba en brazos de populistas de derecha. Milei no comprende del todo este fenómeno complejo y vasto, más bien toca de oído, pero por las dudas ha resuelto que quienes defienden cualquiera de estos asuntos son sus enemigos irredimibles. Una cosa es reconocer que el Inadi se llenó de ñoquis y de agentes partidarios cuya meta era mantener en la mira a los ajenos y proteger a los propios, y otra muy distinta es pensar que el Estado no debe vigilar y multar el racismo, la xenofobia y la segregación. Anuncian ahora que una oficina del Ministerio de Justicia reemplazará el instituto: ojalá sea verdadero y suficiente. Hay motivos para dudar, puesto que el anarcocapitalismo no cree en este tipo de intermediación estatal en los vínculos ciudadanos. El trumpismo, por otra parte, se ha declarado como un antagonista de las “élites”, y en ellas engloba muy especialmente a los actores, directores, escritores e intelectuales que no comulgan con su visión del mundo. Los consensos de la modernidad, en pleno siglo XXI, quedan así pendularmente en manos de unos u otros, y el poder no lo tienen las sociedades de base, que acostumbran a promediar esas verdades extremas o absolutas. Los paleolibertarios quieren libertad total para la economía, pero control férreo sobre determinados asuntos íntimos de la vida privada: un error para subsanar otro error de distinto signo, y una incoherencia ideológica.
Toda esta paradoja global tiene, en la Argentina, rasgos particulares. Aquí el peronismo de izquierda se propuso hace décadas cambiar el “modelo sarmientino” de las escuelas públicas, y cuando tuvo todo el poder institucional y monetario tristemente lo consiguió: Baradel es la imagen de ese triunfo pírrico, y de la incultura y el retroceso que denunciaba Pérez-Reverte. Luego el kirchnerismo se propuso comprar voluntades en la grey artística, y por lo tanto hizo clientelismo cultural, consistente en producir películas y series no con la intención de llegar al gran público y fomentar una industria sustentable sino en darle conchabo a todo aquel que no se manifestara crítico de sus gobiernos: para los convencidos tenía una lista blanca y para los disidentes una lista negra; para los sumisos y callados, una política integradora y para los que pegaban donde no dolía, un agradecimiento diplomático. También operó día y noche con un adoctrinamiento infame, que se pudo ver en las aulas y en los medios de comunicación del Estado. El dinero público –becas, créditos, subvenciones directas o indirectas– mantuvo el circo en funcionamiento; al cabo de todo ese costoso proceso, no quedan más que una carpa deshilachada y unos animales amaestrados y viejos. Fue una política de Estado, pero de mera cooptación, con pingües beneficios simbólicos; el clientelismo, sin embargo, no genera emprendimientos genuinos y perennes, sino esclavos de ocasión.
Milei vincula equivocadamente la cultura con la palabra “gasto”. Olvida de ese modo que solo se discute un proyecto con otro de similar envergadura, y que Alberdi, Sarmiento y Mitre eran esencialmente escritores con una enorme convicción cultural, probablemente sin la cual –dicho sea de paso– no habrían logrado articular y edificar aquella Argentina portentosa que él tanto admira. Luego en el siglo siguiente, los liberales de distinto palo y los mismos conservadores impulsaron un proyecto cultural caudaloso y ya mítico, cuyos emblemas literarios fueron Victoria y Silvina Ocampo, Borges, Bioy Casares y Mujica Láinez. Dejo fuera, por espacio, a pintores y músicos, y a los actores y realizadores cinematográficos de la “edad dorada”, sector este último que el peronismo –nobleza obliga– impulsó de manera indubitable, a pesar de las manipulaciones siniestras y macartistas de Apold. En 1955 la industria del cine, con todo, permanecía en pie. Hoy, después de veinte años de derroche vacuo, está de rodillas.
Es un contrasentido trágico emprender una batalla cultural aplicándole motosierra a la cultura. Y reducir esta discusión a una disputa de conventillo con Lali Espósito. Tanto ella como Milei se bastardean a sí mismos al hablar respectivamente de “antipatria” y “antipueblo”, y reducen a puro ruido una problemática crucial para la reconstrucción de este país postrado. Poniéndolo en términos algo maniqueos, digamos que la izquierda compró la cultura como ariete y escudo, y la derecha trató de ignorarla: juntos han logrado desmantelar esa fabulosa red de contención, civilizatoria y lúcida, que supimos tener en aquellos años de esplendor cultural y que hoy evoca con nostalgia y espanto el padre del capitán Alatriste.
© La Nación
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