miércoles, 14 de febrero de 2024

El triste final de la megaley, ¿fue realmente impericia?

 Por Loris Zanatta

¿Y ahora? El que piensa mal peca, pero a menudo adivina. Como todos somos pecadores, todos pensamos mal. Y al hacerlo, quién sabe, capaz que adivinamos. Ante el triste final de la famosa megaley que debía revolucionar la Argentina, al convertirse la guerrilla parlamentaria en derrota epocal, surge la pregunta: ¿fue realmente impericia? ¿Tanta y tan evidente que pareció un monumento a la impericia? Tal vez. O no. Quizá el presidente Milei jugaba a perder. Prefería la derrota total a la victoria parcial. Dicen que es un genio; vaya uno a saber cómo piensan los genios.

Pensar mal, en este caso, es pensar que Milei prefirió pasar por víctima, hacerse el mártir. ¿Lo ven? El pueblo me eligió, pero la casta me impide gobernar. ¿Qué mejor excusa para apelar al pueblo y pasar por encima de la casta? ¿Para intentar sacudirse los adornos de la democracia? Como si el pueblo eligiera a la casta en las elecciones legislativas y al monarca para combatirla en las presidenciales; como si, quién sabe por qué milagro, el pueblo fuera santo y puro y la casta, sucia y pecadora. Si esto es genial no sabría decirlo, original desde luego que no: ¿cuántas veces ocurrió ya? ¿Cuántos líderes carismáticos recurrieron a la misma artimaña? No hay nada que hacer, cualquiera que sea su contenido, progresista o reaccionario, liberista o estatista, la mentalidad populista gira siempre en torno al mismo eje ideal: mi pueblo es el único y verdadero pueblo, por tanto es todo el pueblo. Nada mejor que un plebiscito para afirmarlo, mientras los sondeos de opinión den cielo despejado, antes de que la tormenta oscurezca el horizonte: un sí o un no, a favor o en contra, tómalo o déjalo, todo o nada, blanco o negro, nada de los mil matices de gris de los regímenes constitucionales. No es casualidad que Bukele esté de moda.

Dejemos de lado los festejos kirchneristas, cínicos e hipócritas. Y glosemos las alegrías de los trotskistas, una tribu extinta inconsciente de su propia extinción. Embriagados con su fe, aturdidos por la ideología, no creen en lo que ven, sino que ven lo que creen. Que hoy se erijan en guardianes de la “democracia burguesa” que detestan y pisotearon es repugnante, pero no sorprendente. Lo que sí, acaso, se le puede reprochar al “método Milei” es que les sirve en bandeja de plata la oportunidad de hacerlo. Un gran problema, un problema atávico del liberalismo argentino y latinoamericano, un dilema inquietante: ¿no será que se confunde a menudo el liberalismo con un terco y visceral conservadurismo? ¡Cuántas sacrosantas causas liberales han sido ya entregadas a los opositores! De la igualdad de género a la diversidad sexual, de la laicidad al ambientalismo racional, ya se perdió la cuenta de los temas cedidos por necedad al colectivismo woke, a la “política de la identidad” dispuesta a convertir a cada minoría en una tribu, a cada derecho en una obligación.

Los que me sorprenden son los republicanos: algunos, claro, pero más de lo que imaginaba. No pensaba que el odio pudiera confundir tanto, nublar hasta este punto sus sanos principios. Veo brotar listas de proscriptos, insultos a los “traidores”, “culpables” expuestos a la picota. ¿Qué los distingue de sus adversarios? Veo el mismo impulso violento, la misma exhibición de arrogancia, la misma intolerancia. En nombre de la libertad, como si de la libertad poseyeran el monopolio. ¿Será liberal? ¿Será libertario? Es verdad que todo “pueblo”, por muy “bueno” que sea, se crea un “enemigo del pueblo”.

Es esta mentalidad la que me hace dudar de Milei, me hace sospechar que juega a que peor es mejor. De plebiscito, no importa si apenas consultivo, hablaba en campaña electoral, cuando arremetía sin piedad contra quienes hoy lo aclaman; llamaba “maligno” al Papa, a quien ahora alisa el pelo; despreciaba al Congreso, al que ahora exige el voto. No sé ustedes, pero yo desconfío de quienes un día son el doctor Jekyll y al día siguiente Mr. Hyde, de quienes anteponen la ética de la conveniencia a la ética de la responsabilidad. Lástima, lástima de verdad, espero que todos recapaciten y que lo hagan a tiempo. Porque la Argentina necesita, bien hecha, la liberalización prometida por Milei, porque la que sufre es la ya mermada credibilidad de las instituciones republicanas, porque jugar con las reglas del peronismo –el que gana se lleva todo y nosotros somos el pueblo– dará como resultado una variante de peronismo.

No doy por perdida la esperanza. Aunque difícil de digerir, lo ocurrido debería tomarse como lo que es: un revés fisiológico como los que tarde o temprano sufren todos los gobiernos democráticos. ¿Quién no se ha hundido alguna vez en el Parlamento? Entendido así, serviría de lección a quienes necesitan varias sobre cómo funciona una democracia. ¿No habremos puesto demasiada carne en el asador?, podría preguntarse. ¿No hubiera sido más sensato ponerla en diferentes momentos considerando sus diferentes tiempos de cocción? Quizá no sea el caso de deshacer con los exabruptos presidenciales las alianzas tejidas por los sherpas en el Congreso. Si esta fuera la lección, nada estaría perdido y todo por ganar: las leyes que han vuelto a comisión seguirán su curso y volverán al hemiciclo. Algunas habrán sufrido cambios y otras no, pero el andamiaje general no se habrá desmantelado. El cambio será más lento, pero más sólido. De no hacerlo así, si el Presidente soñara con una marcha triunfal jugando con el fuego plebiscitario, si en serio acariciara la idea de enfrentar a los “buenos argentinos” contra los “malos”, “buenos”, entonces pónganse el casco y abran el paracaídas: “La fiesta que acaba de empezar”, cantaba Roberto Carlos, “ya ha terminado”.

© La Nación

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