Por Jorge Fernández Díaz |
¿Quién dijo que los argentinos no pueden cambiar? Antes la meca ideológica era Venezuela, ahora es El Salvador. Nuestros líderes adoran los regímenes de partido único y la praxis del populismo, sea de izquierda o de derecha. El desiderátum de los mileístas, expresado profusamente por redes sociales durante esta misma semana, no radica tanto en copiar el modelo salvadoreño de seguridad, sino en lograr la gran proeza de Nayib Bukele: barrer con toda oposición para no tener que negociar nada. Se gasta mucha saliva y es muy engorroso el proceso parlamentario, y hay que aprenderse muy bien la técnica del recinto y las comisiones, y la dinámica integral del Congreso: es preferible que no exista todo ese incordio, o mejor aún, que esas dos cámaras sean meras oficinas de legitimación del Poder Ejecutivo, para que así parezca de lejos una democracia republicana cuando en verdad es un reino.
En ese paraíso revolucionario es donde, por fin, la “politiquería” acaba y no se pierde tiempo en ningún tira y afloja: sus deseos son órdenes para mí, señor Presidente. El nuestro se ha cansado de confesarles a distintos cronistas que le aburre soberanamente la política, y muchos de sus más íntimos colaboradores acompañan con alegría y orgullo ese defecto. Pero en una sociedad capitalista y democrática la política es, lamento recordarles, el noble oficio que lubrica la gestión y le da sentido a la narrativa. Repudiar ese insumo esencial es como sembrar el risotto de múltiples y creativos agregados y condimentos, pero olvidarse al final de ponerle el arroz. Y aunque sabemos que el esoterismo económico conduce a la ruina –lección que nos dejó el ciclo kirchnerista–, el esoterismo político no resulta menos devastador. Entonces este orgulloso rebuzno de la antipolítica y este renunciamiento al sofisticado arte del acuerdo explican fracasos estrepitosos como los que vivimos con la obesa ley ómnibus, cuando fallaron los emisarios y la inteligencia general de la operación.
Da toda la impresión de que el oficialismo no conocía ni siquiera el reglamento, y que tiró al bebé con el agua del baño: en medio de su propia confusión, hundió por completo y de manera involuntaria algo laboriosamente conseguido el viernes 2. Dicho sea de paso: la votación en general de ese paquetazo infinito –tratado en tiempo récord– había sido celebrada como un gran triunfo por la Casa Rosada, y sus agentes manifestaron el sábado siguiente su enojo frente a periodistas que advertían la orgía de mala praxis de los libertarios a lo largo de ese proceso donde los opositores dialoguistas se pusieron al hombro la iniciativa y consiguieron un primer desenlace feliz: la victoria que reclamaban para sí los anarcocapitalistas se había producido no gracias sino a pesar de ellos. Pocos días después, por torpeza, hundieron aquello de lo que se jactaban y, sobre esa debacle autoinfligida, salieron a simular que no se les había caído, sino que la habían retirado; también a flamear indignación y a declarar guerras: ya el kirchnerismo nos demostró que las bravuconadas y las acusaciones altisonantes sirven para ocultar un error o una simple derrota vergonzosa. Pero todo hay que decirlo: la ira presidencial es siempre sincera; Javier Milei respaldó de inmediato un tuit donde se aseguraba que los radicales eran las “putitas del peronismo” (sic). Y en esos días, hubo fuego graneado contra los “enemigos de la libertad”: el consenso fue una palabra repugnante –alguien dijo que cuando la escuchaba le daban ganas de desenfundar una bazuca–; los diputados renuentes a aprobar algún inciso, fueron “delincuentes”, y los gobernadores fueron “traidores” y parte flamante del “antipueblo” (sic). Como el amateurismo es más grave que cualquier ideología o perturbación síquica, conviene aclararles a los muchachos de Balcarce 50 que el pueblo argentino primero se aseguró de elegir en las urnas a quienes debían ser sus administradores provinciales y sus fieles legisladores –es decir: a los defensores de sus intereses locales frente al poder central–, y recién consolidada esa cuestión de pago chico, salió a jugarse un pleno con el candidato de La Libertad Avanza, que era al final la única alternativa para que no siguiera al frente del buque escorado el capitán del naufragio. Tanto valen los votos primeros como los segundos, y eso obliga moralmente a tratos, a concesiones y a intercambios: pido perdón si hiero la sensibilidad del momento con vocablos tan aborrecibles, y también si todo esto le parece al lector una obviedad de la vieja y entrañable Instrucción Cívica, pero está visto que debemos volver urgente a la secundaria y a lo elemental para no confundirnos en la niebla de tanta estupidez trepidante.
Mientras Milei no sea Bukele, habrá que revisar la pericia de sus “hombres políticos”, y la “cintura” y la “muñeca” imprescindibles para una negociación institucional, puesto que está en juego la gobernabilidad entera de su proyecto y por lo tanto su plan de estabilización: los mercados no dudan de su dirección, pero sí de su pericia política y por eso actuaron en consecuencia apenas se conocieron los detalles del Waterloo. Alguien que no puede gobernar a Carolina Píparo, ¿puede gobernar la Argentina? Si el León no sabe otra cosa que rugir, me temo que la jungla puede devorárselo más o menos rápidamente; si corrige sus tonterías y resetea sus procedimientos tiene una oportunidad real, aun en medio de esta crisis que resulta explosiva y que amenaza colapsar a la clase media. Ahora bien, ¿será capaz de dar un giro? Se ha acostumbrado a la suerte del principiante, espejismo que hizo perder fortunas en los casinos de la vida a muchos incautos. Y también a dividir a la sociedad en probos y réprobos, y a revestir sus acciones con la mística de Moisés, como hizo desde Israel por Twitter, sugiriendo que él es un intérprete de Dios, y la ley ómnibus, un remedo de los Diez Mandamientos, y que debe castigar a los “impacientes” y a los que adoran falsas deidades. Digamos piadosamente que esta alusión fue un desahogo, porque sería muy grave tomarlo como una alegoría real y pensar que es presa de un delirio místico. Muy grave. Confiemos en que se trató entonces de una chantada o un rebusque de sus rasputines mediáticos. Así dormimos mejor.
A quienes deseamos que le vaya bien todo esto nos parece, está claro, endeble y peligroso, pero a Cristina Kirchner le suena valiente y admirable. Así lo reveló al periodista Roberto Navarro, que habla con ella. La doctora piensa lo siguiente: Javier Milei es el político que mejor está haciendo las cosas “porque es el que más coraje tiene, y porque es kirchnerista en su manera de obrar; siempre dobla la apuesta y nunca va para atrás”. Un populista reconoce a otro allí donde lo encuentra, aunque esté en las antípodas de su pensamiento. La reina, que está preocupada por la violencia social y no quiere quedar pegada con ningún acto destituyente, envió además un mensaje esperanzador sobre la marcha de la gestión económica: cree que bajará la inflación de a poco y que lograrán dolarizar en junio. Hace diez días, mientras Daniel Scioli era sumado al gabinete nacional y arreciaban maliciosos rumores sobre componendas secretas entre libertarios y cristinistas, la arquitecta egipcia les ordenó a sus legisladores que no hicieran antimileísmo mientras el fugitivo del faraón no bajara del Monte Sinaí. Una vez más: ¿quién dijo que los argentinos no pueden cambiar?
Como Milei, soy resultadista: si el modelo montado a lo largo de dos décadas por la dinastía Kirchner hubiera redundado en una pulverización de la pobreza, un crecimiento de la inversión y del trabajo de calidad, y una mejora de la educación pública y el desarrollo, seguiría seguramente criticando su vocación hegemónica y su venalidad, pero no tendría ya grandes argumentos críticos. Suelo rendirme ante el talento y las evidencias, algo que nunca hacen los militantes “nacionales y populares”, como se vio estos días con Axel Kicillof, para quien el cataclismo bonaerense no ha tenido lugar, y los hospitales porteños deben costear el default de su penoso sistema de salud. Pero lo cierto es que el resultado del régimen kirchnerista fue una hecatombe mensurable y terriblemente dolorosa, y el peronismo necesita ahora que alguien haga el ajuste y se coma los cachetazos, y Milei se ha presentado gustoso a la faena. Nadie quiere interrumpirlo; solo repudiarlo de manera hipócrita mientras actúan su falsa misericordia militante. Porque hay cosas, en la Argentina, que nunca cambian.
© La Nación
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