Por Pablo Mendelevich |
La última configuración de la casta, el aborrecible culpable de todos los males según Milei, exhibe algunas complejidades del anarcocapitalismo rioplatense. Se suponía que casta eran los otros, el club de malvados que habitaba la vereda de enfrente, pero ahora resulta que los propios también pueden ser enemigos y, en consecuencia, así merecen ser tratados. Aparte del Presidente, nadie está a salvo.
Después de insultar a Ricardo López Murphy, un político respetado a quien muchos ubicaban ideológicamente como cercano a los libertarios, Milei escaló la pelea con los gobernadores a niveles infrecuentes en tiempos de paz. De repente los libros de texto sobre federalismo se pusieron viejos y hubo que vaciar ese estante de la biblioteca. Antiguamente era común que los problemas del poder central con los gobiernos provinciales desalineados, que se originaban en elecciones locales, fraude, sucesiones, desacatos, sublevaciones, distintos tipos de crisis internas, terminaran en intervenciones federales. Al reciente enojo de Milei con los gobernadores, en cambio, lo disparó un tropiezo parlamentario, la insuficiencia de diputados nacionales dispuestos a aprobar la letra chica de su ley ómnibus. Milei consiguió que la mayoría de los diputados se la aprobara en general, cree él que gracias a los acuerdos que había hecho antes con los gobernadores. Pero esos acuerdos se le deshilacharon durante el tratamiento en particular, cosa rara, y el gobierno decidió mandar todo su esfuerzo legislativo a pérdida con música de inmolación heroica.
Sobre este disgusto presidencial, la supuesta traición de los gobernadores, estalló el litigio altisonante por los fondos provinciales, que desde luego era prexistente. Se trata en realidad de un conflicto eterno originado en la incapacidad del sistema político para tener una ley de coparticipación. Cumplir la orden constitucional de 1994 de confeccionar y aprobar esa ley estructural requeriría de grandes acuerdos entre las provincias y de éstas con la Nación, cosa que con toda seguridad se va a poder llevar a cabo cuando haya un sistema de partidos sólido, ambiente republicano y media docena de líderes políticos (no uno solo votado masivamente con tirria por bronca hacia todos los demás) respetados por la mayoría, líderes de estatura patriótica y predicamento sostenido. Sí, habrá que seguir esperando.
¿Y mientras tanto? La coparticipación es lo que hay, un entretejido precario, complejo y controversial que incita a purgar, según la sabiduría popular, los favoritismos ideológicos del poder central. En la Argentina es esperable que quien administra fondos públicos beneficie a los propios y perjudique a los ajenos, subproducto de la baja institucionalidad que muchos gobiernos nacionales repitieron con las provincias y muchos gobernadores estandarizaron con los intendentes.
Pero resulta que Milei el desconcertante utiliza otras fórmulas para todo. Como puede apreciarse con mayor facilidad en su tabla semanal de insultos él no divide el ecosistema político en propios y extraños. Utiliza criterios dinámicos más o menos impredecibles. La constante, sí, es su extraordinaria determinación, que por distintos motivos mantiene cautivada a la mayoría de los argentinos, de consabido poco interés en detalles de procedimiento.
Como se sabe, el gobernador que ahora se rebeló contra los manejos administrativos del presidente, el treintañero Ignacio Agustín Torres, pertenece al Pro, que es el partido más afín al oficialista La Libertad Avanza. El Pro incluso supera con creces a LLA en tamaño y experiencia. Precisamente para aprovechar esa ventaja Milei pensaba hacerle un upgrade al Pro en la periferia de su gobierno, paso malogrado por las escaramuzas de Chubut con la Casa Rosada. O por las reacciones que los demás tuvieron frente a las escaramuzas.
El Pro ya forma parte del gobierno, sólo que al estilo de las coaliciones argentinas: está en negro. Sin papeles, sin organicidad. No existe una asociación reglada, es de hecho. Patricia Bullrich, la líder de un ala del partido, está de ministra “a título personal”, se repite siempre, mientras Mauricio Macri practica un tipo de participación por demás ambiguo, que él prefiere no rotular, al que con cuidada imprecisión describe así: “con Milei hablamos seguido”.
La materia gris del DNU de la discordia y de la ley ómnibus, Federico Sturzenegger, es un hombre del Pro. Hay otro ministro, el de Defensa, y varios funcionarios de segunda línea. Si el Pro también actúa en el Congreso como aliado numérico del oficialismo, ¿cuál sería el paso tan meneado de una próxima asociación entre el macrismo y el mileísmo? ¿Más cuadros técnicos? ¿Y eso requiere de un acuerdo estratégico de cúpulas? Las formalidades están vinculadas con las responsabilidades políticas, con el compromiso. Pero a veces se cree que si no hay formalidad será más fácil salir indemne en caso de naufragio.
Había ocurrido ya en la historia argentina que un político fuera ministro de un gobierno ajeno, como Bullrich, sin aval partidario, pero lo del Pro con Milei es más original: sendas cabezas del mismo partido aportan su sapiencia al mismo presidente y los dos aportantes se manifiestan discordantes entre sí. Un juego de paradojas: la primera diferencia que los agita, además, se refiere a cómo formar parte del gobierno.
Luego de que Bullrich desistió sabiamente de aparecer disputando internas, Macri se apresta a reasumir la presidencia del partido, pero nadie explicó hasta ahora de qué manera esa novedad impactará en el triángulo que conforman con Milei. El lunes Bullrich amonestó públicamente a Macri por no definirse respecto de la rebelión del gobernador Torres. Casi lo desafió a un dilema moral: ¿apoya Macri al gobernador propio que dijo que le cortaría el petróleo y el gas al país si a la provincia no le pagan o está del lado del presidente con el que “habla seguido” y que le pisó los fondos al gobernador?
Si bien es hoy uno de los partidos con mayor funcionamiento orgánico, el Pro tal vez no terminó de extraer todas las enseñanzas de la fallida coalición oficial que integró con el radicalismo y la Coalición Cívica en la década pasada. Por algo la frase de Aldous Huxley es tan citada en la Argentina: “La más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia”. Antes del gobierno de Cambiemos, en el de la Alianza la falta de reglas de funcionamiento previamente pactadas ayudó a desencadenar la implosión de 2001.
Algunos politólogos consideran que el movimientismo peronista, una respuesta de Perón a la partidocracia que en los comienzos detestaba, fue lo que contribuyó a resquebrajar el sistema de partidos. Se usa desde hace años una palabra ambivalente, deliberadamente laxa para llamar a los partidos: se les dice espacios. No así en las leyes electorales, ninguna de las cuales habla de espacios, todas se refieren a partidos. La Constitución incluso los ensalza, dice que los partidos políticos son instituciones fundamentales de la democracia. Pero el habla corriente prefiere crear o describir una realidad paralela, la de los evanescentes espacios: una realidad cósmica.
La ruidosa y taquillera idea de la casta no permitió saber todavía cómo piensa Milei que se debería segmentar la sociedad según las representaciones políticas que elija. No es un tema de diseño sino que hace al procesamiento de los conflictos, a la posibilidad de hacer acuerdos y canalizar civilizadamente los desacuerdos.
La gran pregunta sigue siendo cómo se va a compaginar lo que hay con lo que a Milei le gustaría que hubiera.
© La Nación
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