Por Arturo Pérez-Reverte |
En la guerra de los Treinta Años entró España como gran potencia mundial y salió hecha una piltrafa. Tales son las peripecias de la Historia. A principios del siglo XVII, ni protestantes ni católicos conseguían llevarse el gato al agua; y aquel tira y afloja político y religioso, tras un período de relativa calma por agotamiento de todos, pegó un chispazo gordo. Entre el poderoso imperio español y el no menos poderoso austríaco, gobernados ambos por la familia Habsburgo (todos eran sobrinos, primos y tal, y se llevaban de cine), tenían a la Europa protestante muy acojonada; así que luteranos y calvinistas se conchabaron para defenderse en la llamada Unión Evangélica, apoyada por la ya independiente Holanda.
Frente a ellos, los católicos fieles a Roma formaron la Santa Liga Alemana, que contó con el respaldo de España. Los imperiales ejercían un absolutismo centralista exagerado, y los otros querían soberanía más repartida y que cada perro se lamiera libremente su órgano; y claro, conciliar eso era difícil. El carajal tenía que estallar tarde o temprano, y estalló en Bohemia cuando los nobles checos (cabreados por un asunto de violación de libertades y chulería imperial) arrojaron por las ventanas, literalmente, o sea, a la puta calle, a los representantes del emperador de Austria. El episodio pasó a la historia bajo el bonito nombre de Defenestración de Praga (1618) y fue el pistoletazo de salida para una de las peores guerras que viviría Europa, en la que se acabaron metiendo Francia, Suecia y Dinamarca (hasta Inglaterra anduvo de refilón, en los ratos libres que le dejaban su guerra civil y el genocidio de Cromwell contra los católicos en Irlanda). Fue ése el tiempo europeo que el historiador Bartolomé Benassar llama décadas de hierro: las correrías de soldados contra la población civil, los saqueos y la huida de los campesinos causaron una devastación económica y un retroceso demográfico que hizo escribir al general bávaro Johann von Werth (1637) eso de llevé a mis soldados a través de un territorio desierto, donde miles de seres humanos habían muerto; y a la abadesa de Port Royal, Angélica Arnauld, lo de todos se han refugiado en los bosques, fallecieron de hambre o fueron asesinados por los soldados. Y es que aquello fue un crudelísimo desastre: los frentes militares se multiplicaron y hubo ciudades, como Magdeburgo, saqueadas siete veces en treinta años. De todos los territorios afectados, Alemania pagó la factura más alta, asolada por ejércitos imperiales, daneses, suecos, franceses y holandeses, aparte de los propios; y desde Colonia hasta Fráncfort no quedó una sola ciudad, pueblo o castillo que no fuesen asaltados e incendiados (lo cuenta muy bien Grimmelshausen en su novela Simplicius Simplicissimus). Semejante pifostio había dejado de ser religioso (en ese aspecto estaba todo el pescado vendido) para convertirse en político y militar. Del lado imperial, los veteranos tercios de infantería española, reforzados con valones e italianos, se batieron el cobre, eficaces como solían, en las batallas de La Montaña Blanca y Nördlingen, entre otras, y posaron para Diego Velázquez en La rendición de Breda. La primera fase de la guerra resultó favorable a los imperiales; pero la segunda, con la Francia de Richelieu dirigiendo una fuerte coalición anti-Habsburgo que incluyó a Suecia, modificaría mucho el paisaje. En 1643 los tercios españoles fueron derrotados en Rocroi (donde palmó el capitán Alatriste) y el rey Felipe IV tuvo que desviar su atención y esfuerzo no sólo a la hostilidad de Francia, sino también a la secesión de Portugal, a la guerra de Cataluña y a graves revueltas en las posesiones hispanas de Nápoles y Palermo. Agobiada España en tantos frentes, acabó por pedir cuartel. En 1648, con la paz de Münster, aceptó la independencia de los Países Bajos; y en 1659 firmó otra paz definitiva con los borbones gabachos. La guerra de los Treinta Años había terminado once años antes con otro acuerdo, el de Westfalia: Suecia se convertía en indiscutible macarra del Báltico, la Holanda mercantil y republicana engordaba como cochino bien capado, católicos, luteranos y calvinistas obtenían un statu quo razonable, y los estados alemanes independientes (eran 350 más o menos) pudieron confederarse unos con otros, si querían, haciendo sonoras pedorretas a un imperio austríaco que carecía de poder real sobre ellos. En cuanto a la maltrecha España, tras haberse desangrado en Flandes y aledaños, entraba en un período de miseria y decadencia que aún conocería peores horas, mientras la Francia del joven rey Luis XIV (a quien la inteligencia política de los cardenales Richelieu y Mazarino había llevado al triunfo y la gloria) se desayunaba como gran potencia continental, en una Europa a la que ya no reconocía ni la madre que la parió.
[Continuará].
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