Por Jorge Fernández Díaz |
“No hay nada que desespere tanto como ver mal interpretados nuestros sentimientos”, decía Jacinto Benavente. Después de más de veinte años de gobiernos corporativos y debacle estatista, violaciones institucionales y empeño perverso en construir un régimen de partido único, el republicano de a pie aspiraba modestamente a una instauración del progreso y del sentido común, una economía estabilizada, mixta y eficiente, y una democracia firme y plena. Pero huyendo de ese descarrilamiento, el tren de la historia se pasó varias estaciones, y resulta que ahora nos encontramos en un andén remoto e inmersos en un experimento único: tenemos el primer presidente paleolibertario del planeta.
Que el miedo a su fracaso y a diluir esta leve esperanza estival no arruine una buena crítica. Porque para eso estamos. Javier Milei no hizo en Davos más que desplegar las consignas de esa secta ideológica a la que adhiere y sobre la que teorizaron Murray Rothbard y Lew Rockell, dos de los pensadores de La Nueva Derecha. Hace rato que esta Internacional defenestra las agendas sociales y ecológicas, y culpa de todos los pesares del mundo a quienes no comulgan con esta flamante vanguardia esclarecida. Para estos iluminados de nuevo cuño, los liberales lógicos, los conservadores tímidos, los “miserables” centristas, los socialcristianos y los socialdemócratas son tan repudiables como los comunistas y los nazis; la política en general es elitista, sucia o claudicante, y el periodismo forma parte de ella, salvo que sea complaciente con la “revolución”.
Hay que decir, a favor de Milei, que no engañó a nadie: todo esto estaba escrito y declamado durante su exitosa campaña electoral, y consiguió con ese vademécum exótico y desaforado una mayoría consistente. El brillo de lo nuevo y la necesidad de creer en algo después de un período tan largo y oscuro, no nos permitía comprender durante los primeros tiempos de Néstor Kirchner que se trataba de un señor feudal, aun cuando estaba a la vista el laboratorio santacruceño donde se había forjado. El mismo encandilamiento oculta, en estos meses iniciales, el ideario extremo del nuevo presidente. Así como los kirchneristas impostaban un progresismo virtuoso y, con la catástrofe de su modelo, ahora hunden la chance de una centroizquierda moderna, el mileísmo puede arrastrar una vez más hacia el pozo del repudio –si falla en lo fundamental– al verdadero liberalismo político, que Milei malversa y con el que en realidad tiene tantas diferencias como la mismísima dinastía Kirchner. Esto no le quita mérito a la desbordante vocación desreguladora del anarcocapitalista, incluso tampoco a su táctica de electroshock con un paciente catatónico, pero genera un conflicto evidente para quienes hemos defendido durante estas décadas a capa y espada la institucionalidad y el funcionamiento real de la república frente a un grupo de poder que intentaba cargarse esos valores de la “democracia burguesa”. En política están las ideas y están las reglas. Y no es honesto intelectualmente usar las segundas para torpedear a las primeras, y relativizar a continuación las reglas cuando nos gustan mucho las ideas, porque eso es practicar el doble rasero, se parece demasiado al “fin justifica los medios”, y porque confirmaríamos el prejuicio y seríamos entonces lo que Cristina desea: republicanos de morondanga (sic). Bien es cierto, a su vez, que Milei no es Fujimori ni Castillo y que aquí sigue funcionando la independencia de poderes, pese a que el mandatario sugiere que los legisladores renuentes buscan sobornos y los reporteros que registran malas noticias son “mentirosos y operadores”. Es que los paleolibertarios resolvieron hace mucho que su praxis política sería el populismo, y por lo tanto la polarización entre “pueblo y casta”, y no han abandonado esa nueva concepción de amigo y enemigo. Si el populismo de izquierda nos parecía nefasto, no veo por qué debe parecernos encantador el populismo de derecha. Y recordemos: los paleolibertarios decidieron acompañar a Donald Trump, no porque en principio este lo fuera sino porque expresaba lo más parecido a su acción soñada; para los trumpistas, Biden y The New York Times son “socialistas”, y los jueces prevarican si no fallan a favor.
Por otra parte, arrojarle a la sociedad exhausta y al Parlamento mil y una reformas de gran calado puede ser una táctica de negociación –pido lo máximo para obtener lo más que se pueda–, pero luce a simple vista como un acto temerario, una gran improvisación y un delirio de grandeza. En pocas semanas, se confirmó que ni los especialistas ni los profesionales de cada sector involucrado en esta monumental metamorfosis habían sido escuchados, y que, dejando de lado a los verdaderos parásitos y a las mafias reales que quieren mantener sus privilegios, se han lanzado propuestas desatinadas que incluso han perjudicado a inocentes y generado problemas donde no los había. Es como si una cuadrilla de bomberos ingresara precipitadamente en una casa incendiada y en lugar de concentrarse en el núcleo ígneo –la inflación nos quema, la recesión se profundiza, la corrida cambiaria no se detiene– los efectivos comenzaran a distraerse en habitaciones alejadas del fuego, y se entretuvieran cambiando compulsivamente de lugar alfombras, cuadros, jarrones y bibliotecas. No han sido capaces de discriminar qué es urgente y qué exige un debate de fondo no exento de política y de paciencia. La consigna parece la película del multiverso que ganó el Oscar el año pasado: “Todo en todas partes al mismo tiempo”. Novecientos artículos y movidas que nadie pensó seria ni detenidamente: una antología de anticonstitucionalidades (Daniel Sabsay dixit), una máquina vertiginosa de generar aciertos, errores y enemigos, y también objetores dolientes incluso entre sus propios votantes, algunos de los cuales beben amargamente de su medicina porque sostenían hasta hace cinco minutos la Tesis de la Testosterona: la gestión de Cambiemos había fracasado por carecer de valentía; había que llegar a la Casa Rosada y arrasar con todo sin pestañear. Había que tener (perdón) huevos. Se lo explica una alta fuente del gobierno nacional al periodista Luis Majul: Milei no hace política, se maneja con la teoría del Juego del Gallina, que consiste en el conocido ejemplo de dos conductores que aceleran uno contra el otro, y miden su valor: el que se aparta primero pierde. Por cobarde. El León no es gallina, su convicción aparece como irreductible; no se apartará de su dirección y pagará los costos que sean necesarios.
Bueno, no es precisamente un ejemplo tranquilizador, puesto que dentro de ese vehículo vamos todos nosotros. Y porque, como dice la milonga borgeana, “suelen al hombre perder la soberbia o la codicia: también el coraje envicia a quien le da noche y día”. Calmemos igualmente a los pasajeros: no es menos cierto que el chofer de este ómnibus se avino en las últimas horas a levantar el pie del acelerador, aceptar recomendaciones de la “oposición dialoguista” y elaborar una contrapropuesta donde quedan afuera disparates y gigantismos. Una cosa es hacerse el loquito; otra muy distinta es ser un conductor suicida. En este gap para nada menor se cifran acaso el éxito de su empresa, que va en el sentido correcto, y toda la gobernabilidad que pueda conseguir.
Son justamente los enemigos rancios y destituyentes de Milei los que nos obligan a defenderlo a pesar de sus inquietantes defectos. No solo fue elegido por el 56% de la población en elecciones limpias, sino que es sumamente importante ahora que rescate al país del naufragio y termine en tiempo y forma su mandato constitucional. Quienes lo acosarán con armas non sanctas y con golpismo callejero –utilizando incluso sus yerros y a las nuevas víctimas de ellos– son los mismos fanáticos, los mismos barones luctuosos, los mismos estafadores de Estado y los mismos gangsters pobristas que devastaron la Argentina, y protegieron a sus líderes ineptos y venales traicionando a sus bases, y multiplicando la pobreza, la marginalidad y la precarización educativa. Sin autocrítica y con siniestra hipocresía hoy están en pie de guerra contra la persona que fue ungida por las urnas. Eso no mejora, sin embargo, las inconsistencias del León ni los reparos que el republicanismo debería poner a sus pulsiones más peligrosas. Lejos de ser inconducente, esta discusión es profundamente útil y necesaria. Chesterton decía: “Estamos de acuerdo respecto del mal; es por el bien por lo que nos arrancamos los ojos”.
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