Por Pablo Mendelevich |
Uno de los aciertos de , la tercera película que se hace sobre la tragedia de los Andes, consiste en ir más allá de los hechos. La supervivencia es el tema y, como resulta obvio, eso involucra la vida y la muerte, la solidaridad en situaciones límite, la fuerza para seguir adelante, el fatalismo, la desesperación, el sacrificio, la insignificancia. Pero acá subyace, además, la idea de que lo sucedido en el Valle de las Lágrimas, páramo cordillerano tan majestuoso como definitivamente inhabitable, fue alguna clase de laboratorio.
Algo así como un experimento sobre la forma de reaccionar de un grupo humano frente a los límites más extremos que puedan existir, antes que nada al aislamiento absoluto refrendado por el abandono. A los diez días de la desaparición del avión el mundo dejó de buscarlo. Los sobrevivientes escucharon esa sentencia por radio. Netflix podría haber dicho: se trata de hechos reales inspirados en la ficción.
Revivo ahora el recuerdo, y no debo ser el único, de la expectativa generalizada de aquel día delante del televisor, cuando se esperaba que “los rugbiers” comparecieran en público. Darían una conferencia de prensa tras arribar a Montevideo, creo que por la tarde. Era 28 de diciembre de 1972. Yo tenía 18 años, apenas algo menos que ellos.
¿Cómo habían sobrevivido más de dos meses en la montaña helada a casi cuatro mil metros de altura? En realidad esa sólo era una forma elegante de organizar la curiosidad. Ya todo el mundo sabía o había escuchado lo de la antropofagia, que incluso se había publicado (fuera de Uruguay) sin ahorrar morbosidad. Habían pasado seis días desde el rescate. La pregunta acuciante se refería a cómo iban a explicarse a sí mismos, a su sobrevida. ¿Qué dirían? ¿O de qué manera se reservarían, eventualmente, los pormenores de su dieta?
Había una justificada expectativa mundial, literalmente mundial, sobre la hazaña de los 16 sobrevivientes del accidente aéreo y de los 72 días sobrevinientes. Se requerían explicaciones para procesar la perplejidad, para acomodar la primera admiración. Pero, además, en la Argentina de hace 51 años esta historia shockeante prestó un servicio involuntario: significó un respiro temático.
La agenda pública venía sobrecargada de política desde octubre, es decir casi desde que el avión uruguayo se había estrellado. Por estricta casualidad, la tragedia de los Andes se desplegó en el mismo momento en que Perón volvió al país tras 17 años de exilio, hecho histórico que sellaría el compromiso político de buena parte de una generación con la militancia, también con la lucha armada, y que marcaría el porvenir argentino quién sabe si no hasta hoy, transcurrido más de medio siglo. ¿Cuánto es medio siglo? Lo que nos separa de la historia más increíble de supervivencia que hayamos tenido cerca, esa historia magistralmente recreada ahora en la película que se estrenó en Uruguay y en España hace un mes y que en Netlix es un suceso sostenido desde principios de este año.
El tiempo pasó igual para las dos cosas, sólo que la vuelta de Perón y su efecto sobre la juventud de los setenta todavía no cautivó a ningún gran director dispuesto a hacer una gran película como la del catalán Juan Antonio Bayona.
Acompañado por 146 dirigentes peronistas, sindicalistas, actores, leyendas del deporte, escritores, militares y curas, Perón llegó procedente de Roma en el famoso chárter de Alitalia (el Fairchild FH-227D de la Fuerza Aérea Uruguaya también era un chárter) el viernes 17 de noviembre a las once y cuarto. Eso ocurrió en la mitad de la tragedia de los Andes: justo el día 36° de los 72. Fernando Parrado, el expedicionario que junto con Roberto Canessa caminó nueve días en el hielo y la nieve sin mapa ni brújula hasta encontrar a un arriero, al día siguiente de ser rescatado compartió, demacrado, la tapa de varios diarios argentinos con el rostro de Perón. Perón había vuelto esa misma tarde a Madrid después de haber estado 28 días en la casa de Gaspar Campos y de haber visitado a los dictadores de Paraguay y de Perú. Antes de subirse al avión de Líneas Aéreas Paraguayas que lo llevaría a Asunción dejó caer el nombre de su delegado, el dentista Héctor Cámpora: sería el próximo presidente.
Por esos tiempos toda la vida argentina giraba en torno de la figura del general mesiánico que retornaba autorizado y a la vez desafiado por la dictadura de Alejandro Lanusse. Cada sector argentino esperaba de Perón lo que deseaba. A los peronistas clásicos les repondría los tiempos felices. Al sindicalismo enfervorizado le iba a desmalezar el Movimiento sacando infiltrados y traidores. Para la clase media el viejo caudillo traería la pacificación plena, porque se lo sindicaba como el único apto para contener a la guerrilla que él mismo había azuzado. Y la ilusión del retorno aparecía ruidosamente compartida por miles y miles de jóvenes recién asomados a la política (muchos en la madrugada del mismo viernes 17 de noviembre), luego protagonistas de la década, incentivados por la consigna promocional “luche y vuelve”, quienes desde luego no habían nacido o eran muy chiquitos cuando Perón gobernaba. Esos jóvenes le atribuían al líder las virtudes de un revolucionario capaz de conducirlos a la liberación nacional y de allí a la patria socialista.
Mientras la guerrilla decidía una tregua unilateral en honor del líder viajero que decía haberse convertido en un “león herbívoro”, el discurso corriente impregnaba de política cada rincón de la vida diaria. Un prisma ideológico omnisciente clasificaba y rotulaba cada fragmento, cada criatura del Universo. Por eso no todos vieron a los uruguayos con igual deslumbramiento. Mucho menos como héroes, como les decía la prensa más excitada. En otras palabras, no todos los vieron como los muestra Bayona, seres humanos comunes faltos de preparación para la montaña y de recursos básicos que lograron vivir gracias al funcionamiento solidario del grupo, a la determinación de los líderes y al coraje para asumir que sin comer carne humana, sin ingerir proteínas, terminaban todos muertos. Los veían primero como rugbiers (en esa época el rugby era un deporte mucho más de elite que hoy), uruguayos de clase acomodada, colegio privado, católicos practicantes con conexiones y recursos suficientes como para rentarle un avión a la Fuerza Aérea. Rasgos estos que no les garantizaban el mejor lugar en las escalas de valores prevalecientes dentro de los ambientes insurreccionales que se hallaban en pleno auge.
Ese 28 de diciembre en el salón de actos con paredes de ladrillo vista del colegio Stella Maris se apreció por televisión a la multitud que entremezclaba a la prensa internacional con los padres de los sobrevivientes, los padres de los fallecidos, amigos, parientes, vecinos. En el escenario, uno a uno los sobrevivientes contaron el accidente aéreo, las muertes escalonadas de los compañeros, los mil padecimientos, los aludes, el hambre, el valor que se potenciaban entre ellos. Por fin, Pancho Delgado tomó la antorcha que Coche Inciarte, el designado, tuvo que dejar vacante por culpa de un pánico escénico de último minuto.
“Llegó ese momento en el cual ya no teníamos ni alimentos ni cosas por el estilo -dijo Delgado- y pensamos: si Jesús en la última cena repartió su cuerpo y sangre a todos sus apóstoles, ahí nos estaba dando a entender que debíamos hacer lo mismo. Tomar su cuerpo y sangre, que se había encarnado. Y eso que fue una comunión íntima entre todos nosotros, fue lo que nos ayudó a subsistir. Y fue una entrega de cada uno. No queremos que esto que para nosotros es una cosa íntima sea manoseado ni tocada o cosa por el estilo. Por eso es que en países extranjeros tratamos de hablar de esto con la mayor altura posible. A ustedes, que son nuestro propio país, se lo decimos como debe ser. Pero debe ser interpretado y tomado en su real dimensión, y tienen que pensar en todo lo grande que fueron aquellos muchachos”.
Recuerdo después de estas medidas palabras algunas discusiones enrevesadas en las que consideraciones éticas, morales y religiosas sobre la antropofagia adquirían cierto envión condenatorio debido a la clase social de los protagonistas y a su presumible pertenencia a la derecha oligárquica uruguaya. Uruguay no tenía todavía una dictadura aunque el dictador ya precalentaba, porque el mismo Juan María Bordaberry surgido de las urnas se transfiguraría seis meses después.
Gracias a la pedagogía repositora de los años kirchneristas, a quienes no vivieron los setenta no ha de resultarles tan difícil imaginar la percepción que tenían de “los rugbiers” los círculos más ideologizados. Sólo que aquel era el modelo original.
Ahora sólo desde una marginalidad grotesca apareció alguna crítica a La sociedad de la nieve disgustada con la falta de mujeres y gays en la película. También hubo quien lamentó que Bayona no hubiera investigado por qué los uruguayos eligieron un avión de la Fuerza Aérea. Flecos deshilachados del setentismo revolucionario que se hizo oír como nadie en las junglas de cemento, pero en la contemporánea burbuja dramática del Valle de las Lágrimas no existió para nada.
© La Nación
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