Foto: Educators.co.uk
Por David Toscana
La palabra analfabeto es cruda en su sonido y significado. Se compone con términos griegos. El prefijo an-, y las primeras dos letras de aquel abecedario. De haber incluido tres, como en la versión latina, se llamaría alfabetagamo.
Con origen latino, al que no sabe leer, para no designarlo inabecedárico, mejor le llamamos iletrado, si bien solemos decirle iletrados a los que, sabiendo leer, no leen; o incluso a los que, leyendo, leen libros chabacanos; o aun a los que, leyendo algo plausible, no lo entienden.
Analfabeto no es palabra tan antigua. Quien lea Siglo de Oro se topará con otras opciones: ignorante, indocto y, sobre todo, necio. Iletrado era de uso poco común, y tal palabra la recoge el diccionario de la Academia hasta 1925, pero ya en el siglo XV Alfonso el Sabio decía que “Rey iletrado es asno coronado”. Y sin duda han existido más burros que sabios con corona.
Cuando Sancho dice: “Más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la ajena”, don Quijote le responde: “El necio en su casa ni en la ajena sabe nada, a causa que sobre el cimiento de la necedad no asienta ningún discreto edificio”. Es buena la imagen de don Quijote sobre los cimientos y el edificio, pues hay conocimientos infecundos que nada edifican.
Hace más de cuatrocientos años, la Pícara Justina explicaba que “con los discretos hablo bien, y con los necios hablo en necio, para que me entiendan”. Dado que hay más necios que doctos, ocurre que lo masivo suele hablar en necio; dígase televisión o cine o redes o algunos bestsellers y discursos políticos. Y a golpe de necedades, el golpeado se vuelve más necio.
“No hay libro tan malo que no tenga algo de bueno”, cité antier entre copa y copa la famosa frase que se repetía en el pasado. Pero me corrigió alguien más sabio que yo: “Eso era verdad hace algunos siglos, pero hoy se publican cosas que nada tienen de bueno”.
Y quizás también en otros tiempos, pues escribe Feijoo allá en 1600 y pico: “Hay libros muy útiles, libros algo útiles, y libros totalmente inútiles”.
Como también pienso que se quedaron en el pasado las palabras de san Jerónimo: “Nada tan fácil como deslumbrar a la vil plebe e ignorante vulgo con la tarabilla de la lengua; porque la gente ignorante o baja admira y aplaude más lo que menos entiende.” Siglos después de san Jerónimo, más razón lleva la Pícara Justina.
Hasta hace algunas décadas, alfabetizar llevaba el mero significado de ordenar alfabéticamente, pero a alguien se le ocurrió con buen tino darle la acepción de enseñar a leer y escribir. Creo que en México comienza a utilizarse con las campañas educativas de los años sesenta.
Casi medio siglo antes había nacido la Secretaría de Educación Pública con una visión de grandeza. En 1921, un columnista escribió algunas palabras inmoderadas, optimistas y hasta melosas: “Al darnos cuenta del esfuerzo magnífico que realizará el entusiasmo vigoroso y joven del sapiente abogado don José Vasconcelos, en su acción noble, piadosa y patriótica, al empeñarse en la difusión de la cultura, de la instrucción y de los buenos libros, sentimos una impresión dulce y amable, y consideramos que México tendrá en breve un santo, un supremo, un divino advenimiento”.
Aquel México era tan optimista que Vasconcelos, para acompañar sus visiones educativas, mandó imprimir a autores como Homero, Platón, Esquilo, Eurípides, Plutarco, Plotino, Dante y Tolstói. Suena muy bien, aunque el propio Vasconcelos confesó que “desconocía la pedagogía y no le preocupaban los sistemas de enseñanza”. Ciertamente es difícil recetarle a un analfabeto el ABC y luego pasar a Plotino preguntándose sobre el alma “¿Cuál será el sujeto de los placeres y de las penas, de los temores y de los atrevimientos, de los apetitos, de las aversiones y del dolor?”
Por eso Memín Pingüín acabó con más lectores que Eurípides; Marcial Estefanía superó a Esquilo.
Vasconcelos desconocía la pedagogía tal como la desconocen los grandes lectores, porque ninguno de ellos se formó en la escuela, sino en alguna biblioteca amplia o modesta, familiar o comunitaria. Por eso creyó en la fórmula: “Si creamos bibliotecas, nacerán los lectores”. En cambio, quienes dicen que sí conocen la pedagogía son los primeros en excusar a los iletrados.
Los adultos iletrados han convertido a los maestros en la perfecta coartada para no leer. Don Quijote es el culpable de todo. O acaso El libro del buen amor.
En algún tiempo no tan remoto existió la bella fantasía de que las escuelas podían formar lectores.
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