Por Renato Salas Peña (*)
Sospecho que en algún momento de mi niñez también fui embaucado con ese Papa Noel tan lejano para nosotros los peruanitos de junco y capulí, desconocedores de la nieve europea y cuya versión más cercana se aproxima a nuestra raspadilla veraniega de colores chicherazos, y definitivamente, tóxicos.
Mis padres siempre supieron atormentar hasta el último momento a este flacuchento niño que había intentado comportarse dentro de los cánones establecidos durante más de 350 días calendarios para recibir ese regalo (que era el regalo que recibía todo niño bueno del barrio) exactamente a las 12 en punto de la noche, tras haber intercambiado abrazos compartidos entre mi reducida familia. Claro, hay que entender que en el piso de parqué se extendían desde hace más de 15 días varias cajas y paquetes envueltos primorosamente por mi madre, pero ninguno apuntaba a ese regalo que yo esperaba con todas esas ganas que puede contener en su pechito colorado un niño de 8 años.
Confesiones aparte, siempre recibí lo que esperaba, y que es más que seguro, no merecía: mis notas escolares no daban crédito por mí, mi conducta era reprobable y cercana a la carcelería; sin embargo, mis viejitos se empecinaban en malcriar a este futuro incendiario, asesino por naturaleza, hombre bomba, kamikaze urbano. Y lógico, pusieron al pie del árbol casero (no sé en qué momento) ese skate con el cual me volví un proto Bart Simpson, esos patines de fiebre de sábado por la noche con los cuales hacía más rápidas mis huidas, ese hombre araña que se pegaba con una suerte de chiclé y que estuvo a punto de matarme varias noches al caerme en la cabeza (y terco, lo volvía a pegar).
Cuando descubrí que el anhelado regalo era guardado por mi vecina, y que solo era llevado a casa cuando daba esa cabeceada infantil de guardián a espera que esta navidad no se le escapa Santa, la fiesta se esfumó y trocó al pequeño Grinch creado por ese Dr. Seuss que intenta robarse la fiesta en ese pueblito de Whoville. Sumemos a esto mi aversión a la chocolatada navideña, que lógico es servida “caliente” y considerando que en Lima ya bordeamos los 30 grados me hacía sudar como maratonista en el kilometro 40 (sin contar que siempre fui antilactosa, pero en mi época no existía eso). Además de ese puré de manzana que estoy seguro que a mi madre le salía delicioso, pero por el espíritu de Pascua era amnistiado de comer.
Hoy, ya padre de dos adolescentes que nunca creyeron en Papa Noel (no tantos años como yo), y a los cuales mejor le hacemos la consulta previa sobre su deseo navideño, siento que esta comercial celebración se empieza a extinguir de mis preocupaciones y por más que aun coloque un arbolito (que dicho sea de paso, hemos olvidado decorar) esta fiesta siento que ya no me pertenece, que me ha dejado de invitar y que es más que probable que este 24 a la orilla del árbol familiar no encuentre un regalo con mi nombre.
(Navidad en la Ciudad de Palomino)
(*) Lima-Perú 1971 - Docente universitario, Licenciado en Educación con especialidad en Lengua y Literatura, asimismo llevó una Maestría en Docencia a Nivel Superior y Gestión Educativa y actualmente un Doctorado en Humanidades.
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