domingo, 3 de diciembre de 2023

Los cómplices culturales de la catástrofe

 Por Jorge Fernández Díaz

Un argumento para una comedia política podría dar cuenta de un director y un guionista de cine y televisión que, desesperados por conseguir financiación y sin inspiración alguna, descubren un día que el modo más eficaz de triunfar consiste en hacerse pasar por peronistas. El yeite tiene sus secretos, pero les resulta a la postre bastante sencillo: recorren las librerías de viejo, compran biografías temáticas y ensayos históricos; luego averiguan los gustos que reinan en los diversos organismos culturales del Estado nacional, y además obtienen allí los cuarenta o cincuenta nombres de la reconocida “lista blanca” –actores que el kirchnerismo considera tropa propia–, y de la implícita “lista negra”: interpretes, realizadores y escritores que alguna vez se han atrevido a criticar al “movimiento nacional y popular” y que no deben ser convocados nunca.

Munidos de esta información básica pero crucial, estos dos farsantes comienzan a presentar proyectos que sirvan tácita o expresamente al adoctrinamiento y la “batalla cultural”, e ideas contemporáneas que podrían proporcionarles conchabo a los “compañeros” del mundo de la cultura y el espectáculo. La comedia sería muy verosímil por el simple hecho de que copiaría fielmente la realidad de los últimos veinte años, pero debería contar además con toques de humor; por lo tanto, el director y el guionista podrían tener ciertas dificultades para disimular que son simples mercenarios y pasar por “convencidos” y por conocedores cabales del revisionismo histórico (con sus héroes y sus malvados de historieta), el conmovedor melodrama del siempre impoluto régimen justicialista, la epopeya buenista de la “juventud maravillosa” y otros hits sublimes del kirchnerismo. Aunque no tienen éxito de público, porque pocos se tragan esos bodrios, logran sin embargo salarios abultados, que frecuentemente provienen de nuestros impuestos; el problema comienza cuando uno de los protagonistas elige creer (la creencia es tan conveniente para el interés personal) y el otro se mantiene escéptico y atrincherado en su impostura. Este giro en la trama permitiría que en el tercer acto se produjera una escalada de fuertes discusiones entre los socios, hasta que uno termina denunciando al otro por “gorila” y sugiriendo que se lo coloque en la discreta lista de los réprobos. Mientras caen los títulos debería escucharse la marcha peronista cantada por Hugo del Carril. No falla.

Por supuesto, un emprendimiento audiovisual de estas características solo podría ser posible si Disney, Netflix o HBO se interesaran en el asunto, porque los comisarios políticos locales, que están sentados sobre las cajas, jamás lo autorizarían. Alguna vez habría que confeccionar la lista completa de las series, miniseries, documentales y películas del panegírico justicialista que, con fondos estatales, se rodaron durante estas dos décadas. La gestión de la Televisión Pública, sin ir más lejos, se despide estos días con Mordisquito, un canto a la diatriba militante tutelada por el gobierno y con fondo de panfleto, que recrea los designios del siniestro Apold y también cómo se lanzaban todas las noches dardos envenenados contra la clase media disidente y luego, cuando esta se defendía, la manera en que se la acusaba de cimentar el odio social. La Cancillería, los ministerios de Cultura y de Educación, el Incaa, los canales Encuentro y Paka Paka, los medios públicos y también los paraestatales como Página 12, y sabe Dios cuántos reductos más se han manejado con este mismo criterio: cancelar a los “enemigos del Estado”, favorecer a los leales y los dóciles, e implantar una visión dogmática de la vida privada y una historia política unívoca y jamás plural. En ese submundo de triunfadores hay nomenklatura, soldados de la causa, acompañantes terapéuticos, compinches que se hacen los giles para sobrevivir y progres de estribo especializados en pegar donde no duele. Esta infamia no solo es consentida e invisibilizada, sino que está tan pero tan internalizada dentro de esa burbuja de la progresía argenta que ni siquiera produce remordimientos; a veces incluso provoca orgullo la “censura buena”, porque los “antipatria” deben ser ninguneados. De esa comunidad estatizada e inarticulada, e íntimamente autoritaria y servil, surge la brillante izquierda cultural –llamémosla así porque de esa forma se autoperciben, aunque encarnan una nueva forma del conservadurismo–, cuyos ilustres miembros han sido ideólogos, justificadores, cómplices, socios y empleados vip de una facción que solo en los últimos cuatro años actuó como una fábrica incesante de pobres, inflación galopante, descalabro económico y un volumen de deuda pública como nunca se conoció en la democracia moderna. Esto sin contar, por supuesto, que esa misma facción protagonizó los hechos de venalidad más escandalosos de la cronología política y habilitó, a su vez, el luctuoso asentamiento de terroríficas bandas de estupefacientes con protección policial: delicadas “almas bellas” auspiciando a corruptos y a narcos. Lo más curioso es que estos envarados especímenes, anestesiados por el oro y el ego (Néstor dixit) y por “pertenecer” al círculo de los “buenos”, dueños de una notable pereza mental y cultores de una autocelebración continua, no se han dado por enterados del lamentable papel desempeñado por ellos mismos; piensan que mantienen intacta después de tantos pecados su superioridad moral y se aprestan ahora a “resistir” valientemente contra los avances del “fascismo”. Cuidado con ese término, porque la ideología de Il Duce ha sido esencialmente estatista y aquí el único que abrevó en ella fue el general Perón. De hecho, el actual embajador argentino en Caracas, el chavista Oscar Laborde, acusa a Javier Milei de ser neonazi y defensor del fascismo, desde el régimen más fascista de América Latina: Venezuela. No les bastó a los actores y escritores con repudiar a Milei, lo cual hubiera sido hasta lógico y procedente; tuvieron además que pedir el voto desesperado para el ministro de Economía del Desastre, y ahora incluso reivindican con orgullo a Sergio Massa, reconocido adalid de la Patria Socialista. Todavía el libertario no ha asumido ni, por lo tanto, ha producido hechos reprobables –destrozar el concepto del Nunca Más lo sería, y si eso ocurre este articulista al menos le caerá con la poca o mucha fuerza de su pluma–, pero ya los “indómitos” a quienes el justicialismo doma tan fácilmente han salido a cruzarle el coche y a dar por hecho medidas que no ha tomado. Es irresistible, y no sale tan caro, re-prestigiarse en la abnegada lucha contra el anarcocapitalista. Pero les doy una mala noticia, compañeros: por más toxico que resulte el susodicho –yo sospecho que en algunos aspectos lo será– no podrá blanquearles esta vez sus togas manchadas.

Esa izquierda cultural a la que pertenecen, por vocación y oportunismo, carece de autocrítica –quién la necesita si es dueño de la verdad indiscutible– y, por lo tanto, no se siente obligada a explicar cómo el modelo del Estado total promovido por ella fundió a la Argentina. Ni cómo el Estado estuvo ausente precisamente donde cacareaba su eficiente presencia: la escuela pública, la producción, el empleo, el salario, el progreso, la jubilación, la pobreza. Se aprecia más reflexión entre la dirigencia neocamporista que entre sus amanuenses intelectuales y artísticos, para los que siempre quedará la micromilitancia y las opiniones altisonantes y “comprometidas” que nos seguirán entregando en entrevistas periodísticas –hechas por la abominable prensa hegemónica, que a su vez es afecta al masoquismo–, mientras publicitan sus libros y su arte: bienpensantes, pero no gilipollas. El progresismo bobo, que es un paradójico tren cargado de vivillos, advertía en medio de las llamas de la superinflación que se venía un incendio, y se retrataba a sí mismo en su patética contradicción del momento: profetizar una catástrofe que los descamisados del siglo XXI ya sufrían en carne propia y que sus protectores misericordiosos –al fin y al cabo, pitucos de Palermo Progre–, ni siquiera podían advertir. De denunciantes de los empobrecedores viraron así a ser sus férreos escuderos. Vaya final de película.

© La Nación

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