martes, 19 de diciembre de 2023

El final de un horror no es necesariamente la antesala del amor

 Por Loris Zanatta

Siempre hay un invitado que estropea la fiesta, un molestador durante la luna de miel. Aquí estoy yo. Será que no me gustan las ovaciones y los coros, que desconfío de devotos y conversos, pero no me sumo al club de los enamorados de Milei: no tengo edad para esas cosas. Entiendo el alivio ante el ocaso kirchnerista, comparto la sensación de liberación. Pero el final de un horror no es la antesala del amor. El discurso de la asunción, por ejemplo, me gustó a medias. Es decir que a medias me desagradó. ¿Se puede decir eso o es pecado de lesa majestad? Aprecié el antipopulismo económico tanto como desprecié el hiperpopulismo político. Muchos aplaudieron el primero y cerraron los ojos ante el segundo. Me preocupa: el doble rasero no hace bien a nadie.

Con la economía, Milei juega en casa. Tan en casa que a veces exagera. La herencia recibida es dramática, no había necesidad de inflarla aún más. A no ser que pintar el apocalipsis sirviera para justificar la redención: un viejo truco. No importa: el Milei económico no tiene un pelo de populista. ¿Cuándo se vio a un presidente anunciar un ajuste de cinco puntos del PBI en un año? ¡Nada de promesas demagógicas y clientelistas! Es un desafío gigantesco. No creo que haya precedentes. Y anunciándolo obtiene votos y aplausos. Da la medida del grado de exasperación. Si además de necesario será también posible, ya lo veremos. De las primeras medidas, más impuestos, se diría que el gobernante Milei no conoce al candidato Milei. Era previsible.

Pero digámoslo, para que conste: su ceremonia de investidura fue un ritual populista; su discurso de asunción, un himno populista. Y si quien más se proclama antipopulista exhibe con tanta naturalidad tanto espontáneo populismo, tenemos un problema.

Pasemos por alto la forma, la decisión de hablar desde la escalinata del Congreso, el ritual del balcón. No es tan inocente como parece, no importa que imite la liturgia norteamericana, la Argentina no está embebida, como Estados Unidos, de republicanismo. La democracia no es “justicia social” ni “bien común”, tampoco es “libertad carajo” ni “superioridad moral”. La democracia es un delicado sistema institucional de pesos y contrapesos, un frágil equilibrio entre poder popular y poder constitucional. Es un juego regulado del que el Parlamento es pieza clave. Para funcionar, sirven respeto y confianza. Respeto basado en la conveniencia común: al respetar la legitimidad del Parlamento, sus actores se legitiman entre sí. El pueblo que eligió al Congreso es el mismo que eligió a Milei. Al pisotear su legitimidad, Milei pisotea también la suya. ¿Le conviene? ¿Cree que su gloria será eterna? Pronto aprenderá que es efímera.

El contenido me preocupa más que la forma. El relato mileísta es una parábola mesiánica, una promesa escatológica. ¿Es un profeta religioso o un presidente republicano? Érase una vez un pueblo puro y un país feliz, cuenta el guion. La Argentina liberal era el Jardín del Edén, “la primera potencia mundial” (¡boom!), el “faro de luz de Occidente” (¡boom, boom!). Pero de pronto, quién sabe cómo y por qué, la sombra del mal oscureció el valle, el “colectivismo” contaminó al pueblo y destruyó la patria. Hasta que un día, tras sufrir el exilio, soportar la sed, atravesar el desierto, un redentor redimió al pueblo para conducirlo a la tierra prometida. Aquí sí que Milei suelta las riendas de la demagogia: se viene “una era de paz y prosperidad, una era de crecimiento y desarrollo, una era de libertad y progreso”. Parece Fidel Castro: “Viviréis en paraíso”, prometió a los cubanos. Como el peronismo, aunque al revés: pureza, decadencia, expiación, redención, gloria, amén. A Macri lo acusaron de no tener épica. Si la épica es esta, ¡ayuda!

La pregunta surge espontánea: si la Argentina liberal era semejante paraíso, ¿cómo es que cayó víctima del infierno peronista? Culpa de los “políticos”, explica Milei. Más banal, imposible. La era liberal terminó en todas partes, en Occidente, cuando las masas llamaron a las puertas de la política, cuando el liberalismo se enfrentó al desafío de la democracia. Puede que a Milei no le guste, a mí desde luego tampoco, pero así sucedió. Es importante porque del diagnóstico depende la terapia: ¿aspira Milei a reconciliar el liberalismo con la democracia, o a retroceder las agujas de la historia al liberalismo predemocrático del siglo XIX? En el primer caso dirigirá un experimento intrigante; en el segundo, fracasará y sobre sus ruinas renacerá lo que pretendía extirpar.

Se dirá que ese relato no tiene nada de malo, que es un ejercicio retórico inofensivo, mera forma que no afecta al fondo: superestructura, decían los viejos marxistas. Puede ser, pero yo no lo creo. Por varias razones. La primera es el dogmatismo: si tan providencial es su misión, si como dice “no hay alternativas” y ante los obstáculos apelará “al cielo” para sacar de él fuerza “ilimitada”, es de temer que por tan elevado fin transija en los medios. ¿Estoy exagerando? Eso espero. La segunda razón es el maniqueísmo. Milei habla a los suyos, a los “argentinos de bien”, el pueblo elegido. ¿Y los otros? “Casta” y “zurdos de mierda”. Otra vez: peronismo invertido. Pero si él encarna el bien y los que disienten el mal, la dialéctica política se convertirá en guerra religiosa. Déjà vu. La tercera razón es el fideísmo. Como unos pocos macabeos derrotaron al rey de Siria, dice Milei, así triunfaremos nosotros, así lo quieren “las fuerzas del cielo”: ¡otro nuevo comienzo, otra nueva era! Mis mejores deseos. Como los primeros cristianos convirtieron el imperio, decía Castro, así lo haremos nosotros, así lo hará nuestra fe. La “nueva Argentina”, la “Argentina potencia” eran lemas peronistas. ¿Qué pasará cuando el profeta se muestre humano y los milagros se reduzcan a reformas? ¿Cuando el amor se desvanezca y la luna de miel se convierta en rutina? ¿Cómo reaccionarán las viudas y los huérfanos de otro “reino de dios” fallido? ¿Quién les explicará que el liberalismo no tenía nada que ver con ese providencialismo? Por mi parte, solo cultivo una esperanza: la de no tener razón.

© La Nación

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