Por Arturo Pérez-Reverte |
Pues eso. Que subo al tren, emprendiendo un viaje de cuatro días, y al sentarme descubro que he perdido el teléfono móvil. En un primer momento me quedo con cara de pringado, tocándome el bolsillo mientras pienso no me lo puedo de creer, como se dice ahora. No puede ser, pero es. Me he quedado sin móvil igual que me quedé sin padres y abuelos: huérfano comunicativo total. De todas formas, acostumbrado a vivir desde jovencito con la certeza de que siempre acechan una piel de plátano en el suelo, una pastilla de jabón en la ducha del presidio o un iceberg en la ruta del Titanic, intento tomarlo con calma. Como dice mi compadre Élmer Mendoza, mejicano norteño y sabio —natural de Sinaloa y paisano de la Reina del Sur—, en la vida unas veces se pierde y otras se deja de ganar. Así que veamos cómo queda la cosa, reflexiono. Control de daños.
Para mi sorpresa, primero, y mi alivio, después, los estragos son mínimos. Eso es lo que concluyo tras pensarlo un momento. Analfabeto tecnológico como soy, la parte de mi vida confiada al teléfono móvil es poca. Si mi trabajo y mis necesidades fueran otras, sin duda estaría obligado, por imperativo categórico o como se llame eso, a llevar en el bolsillo —o en la mano, como casi todos hacen ahora— un smartfone, android, iphone o como diablos se llamen los artefactos inteligentes que, paradójicamente, tanto limitan la inteligencia del usuario. O sea, que acaban haciéndonos confiar a ese chisme alma, corazón y vida, como canta el bolero, hasta extremos de dependencia drogadicta. No utilizándolo para hacer mejor el mundo, que sería lo razonable y lo cuqui, sino para mirarlo —óptica en extremo peligrosa— exclusivamente a través de él.
Pero no. Y lo pienso con una risa malvada, arf, arf, como la del perro Pulgoso. Mi teléfono habitual es un Nokia de vieja generación que sólo sirve para hablar por teléfono. Y que, incluso cuando lo llevo encima, utilizo lo menos posible. Así que lo peor que puede pasar, que es lo que ahora pasa, es que estaré unos días sin llamar por él, y —colmo de la felicidad feliz— sin que me llamen. Soy afortunado, lo admito, porque mi trabajo y mi vida no se verán apenas afectados. Y en cuanto a lo que pierdo con él, lo que en muchos casos sería una tragedia personal y profesional se reduce, en el mío, a molestias menores. Nada había en el móvil que fuera imprescindible. De lo único valioso, números con los que comunico habitualmente, tengo copia en casa, en una agenda de papel que procuro llevar más o menos al día. Y en cuanto a no poder telefonear desde el tren, tampoco es una peritonitis. Ya no hay cabinas públicas, es cierto; pero cuando llegue al hotel de la ciudad a la que me dirijo podré usar el teléfono de mi habitación, ring, ring, ring de toda la vida. La media docena de números fundamentales los llevo siempre anotados en una tarjeta, en el billetero. Y los otros pueden esperar.
Así que, en fin. Gracias a este inconveniente, miro alrededor y siento el subidón moral, la íntima chulería de sentirme —estoy siendo sarcástico, no me llamen prepotente ni fascista, que hiere mi sensibilidad— el último hombre libre sobre la tierra, como Charlton Heston en aquella estupenda película, hoy olvidada, que en España se tituló El último hombre vivo. Porque estoy en un tren, de viaje, rodeado de gente que habla por su teléfono móvil, y yo acabo de perder el mío pero sigo llevando encima cuanto necesito. Por ejemplo, los billetes de tren impresos en casa desde el ordenador —he visto a demasiados incautos bloqueados, dándole con desesperación al dedito en embarques de tren y aeropuertos, incluso en las puertas de los cines—. También las tarjetas de crédito que me acompañan van repartidas entre el billetero y la mochila, por si pierdo o me roban uno u otra, y además llevo encima una cantidad razonable de dinero en metálico, porque en este mundo de bancos sin personal, cajeros presuntamente automáticos y bancos dirigidos por verdaderos hijos de puta que ni siquiera garantizan tu seguridad, el plástico lo carga el diablo. Y además, así nadie puede localizarme ni hackearme. Que ésa es otra.
Y, bueno. Qué quieren que les diga. Sé muy bien, porque no soy completamente gilipollas, que todo esto, me refiero a mi relativo alivio de hoy, es sólo una trinchera temporal. Que poco a poco —es más cómodo así, argumentan los sinvergüenzas y los idiotas—, a quienes intentamos mantenernos relativamente libres nos acorralan sin alternativas, obligándonos a depender cada vez más de los mecanismos suicidas que se adueñan del mundo. Pero oigan: arrieros somos. Nadie podrá arrebatarnos la última carcajada cuando todo se vaya al carajo.
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