Por Arturo Pérez-Reverte |
Aunque las guerras y otras puñetas del siglo XVI (que sobre todo fueron religiosas) no modificaron demasiado el paisaje territorial de la Europa Occidental, ya más o menos definido como lo conocemos ahora (excepto la secesión de los Países Bajos, la presencia de España en Italia y el mediosiglo largo de anexión de Portugal), en el norte y el este continentales sí se estaban produciendo cambios importantes, porque tres potencias locales apretaban fuerte para cortar el bacalao en aquellas poco soleadas tierras. Una era la católica y tridentina Polonia, que durante una temporada fue el chulo de barrio de esos parajes, hasta que empezó a perder territorios a causa de las dentelladas que le daban sus vecinas y rivales, las pujantes Suecia (luterana) y Rusia (iglesia bizantino-ortodoxa), cada vez más poderosas y con más ganas de zamparse el mundo próximo.
En Rusia, Iván IV, alias Iván el Terrible, aunque por el oeste no llegó todavía demasiado lejos (los mordiscos a Polonia vendrían más tarde), por el otro lado emprendió la conquista de Siberia y puso los pavos a la sombra a los tártaros de Kazán, Astracán, el bajo Volga y el Caspio; aunque lo más comentado de lo suyo fue la estiba que repartió entre la aristocracia tradicional (los boyardos), sustituyéndola por otra nobleza más dócil (los oprichnik), a la que a cambio de apoyo concedió tierras y un férreo dominio sobre los campesinos que duraría trescientos y pico años, hasta que la Revolución de 1917 (la Historia siempre pasa factura) los hizo a todos, incluido el zar del momento, picadillo bolchevique. En cuanto a la rubia y escandinava Suecia, a finales del XVI estaba a punto de volverse árbitro indiscutible del Báltico y de la Europa septentrional. Regidos por la dinastía Vasa, los suecos empujaban sin complejos en todas direcciones, acojonando a sus vecinas Dinamarca, Noruega, Polonia y Rusia, a las que acabaron dando leña hasta en el carnet de identidad. El rey Carlos IX inauguró en 1604 el nuevo siglo por todo lo alto, su hijo Gustavo Adolfo II mantuvo la buena racha, y su interesantísima hija Cristina, que según el historiador Mommsen era mujer de carácter masculino y de excelsas dotes intelectuales y morales (Greta Garbo la interpretó en el cine), acabaría convirtiendo a Suecia en gran potencia política y militar, antes de abdicar en 1654 para convertirse al catolicismo y retirarse a morir en Roma. Tal era, en líneas generales, el panorama de la Europa nórdica y oriental en los albores del siglo XVII; que también iba a ser, para no perder la costumbre, una centuria movida, interesante y sangrienta. Y si el papel de España había sido fundamental hasta entonces (y aún lo sería durante mucho tiempo), el nuevo período histórico terminó por llevar a Francia a lo más alto de su historia. Tras una larga temporada de conflictos internos con vaivén de reyes incapaces y nobles insolentes y ambiciosos, emputecido todo por el conflicto entre católicos y calvinistas hugonotes que acabó en guerra de religión interior, el país había vivido una jornada de horror en la llamada Noche de San Bartolomé (vean la peli La reina Margot o lean la novela de Dumas), organizada por la reina regente Catalina de Médicis, que fue una señora de armas tomar: como su hijo Carlos IX era un poco indeciso y mierdecilla y los hugonotes le discutían el poder e influían en él, la señora (nacida en Italia, escuela política de Maquiavelo) decidió cortar por lo sano: 20.000 protestantes, que se dice pronto, con su jefe el prestigioso almirante Coligny, fueron masacrados en agosto de 1572 (massacre es una palabra gabacha) con un baño de sangre iniciado en París por los agentes de la reina y completado en provincias por el populacho, encantado de mojar pan en tan divertida salsa. El papa de Roma, que también iba a lo suyo, no vio con mal ojo la carnicería, pues una Francia protestante habría sido para el catolicismo un serio problema. Y la suerte acabó por echar una mano: casi con el siglo se extinguió la dinastía francesa reinante, sin descendencia, y la corona quedó a tiro de piedra de un chaval joven, guaperas, ligón, hábil, bien aconsejado y más listo que los ratones colorados. A la gente le caía simpático y era muy querido y popular. Se llamaba Enrique de Navarra (Enrique el Bearnés para Alejandro Dumas) y era de religión hugonote, o sea, protestante. De la Noche de San Bartolomé se había escapado por los pelos; y ahora, en la extraña tómbola de la vida y la política, le tocaba ser rey de Francia, siempre y cuando se convirtiese al catolicismo, que era condición sine qua non para acceder al trono. Así que adivinen ustedes lo que hizo, o sea. Ni lo pensó. Y fue entonces cuando, chico práctico como era, pronunció una frase que todos aplaudieron y el tiempo haría inmortal: París bien vale una misa.
[Continuará].
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