Por Nicolás Lucca
Tercer fin de semana de julio de 1999. Una versión adolescente mía se encontraba de saco y corbata en el Modelo de Naciones Unidas de la OAJNU. Para quien no los ubique, son eventos interescolares en los que cada establecimiento educativo representa a uno o más países, se reúnen durante un par de meses para estudiar todo sobre aquel país, conoce gente de otras comarcas de la Argentina, intenta –sin éxito– pegar onda con señoritas y hace que juega a la diplomacia por unos días. Además de ratearse del colegio con permiso, claro. Combo imbatible para un pibe de Quinto Año.
En la mañana del domingo 18 de julio un grupo de chicos pidió levantar la Asamblea General a las 9.45 por tan solo quince minutos. Un cuarto intermedio para poder homenajear a las víctimas del atentado de la Amia. Recuerdo que lo sometieron a votación y ganó un mayoritario “no”. Los chicos interesados se levantaron y se retiraron igual, y atrás fui yo también.
No es que necesitaran el apoyo del embajador de Guinea-Bissau, pero me fui igual, un poco por rebeldía, otro poco por la cara de dolor de aquellos chicos. Yo, adolescente criado en colegios católicos, nunca había tenido contacto formal con el judaísmo. Me refiero a que había interactuado con ellos incontables veces, como cualquier otro ser humano que pase por Once una vez a la semana, pero nunca había presenciado o conversado sobre un evento de la cole.
Durante muchos años recordé aquel evento como “aquella vez en la que me sumé a un acto improvisado en conmemoración de la Amia”. Pero en estos días, casi 25 años después de fin de siglo, y con las noticias como vienen, lo veo de otra forma. Lo charlo con amigos, lo hablo con semi conocidos: el brutal aumento del antisemitismo a nivel mundial.
Y, honestamente, no sé si es que hay un aumento del antisemitismo o, gracias a las redes sociales, podemos ver al instante lo que antes nos era esquivo: que el mundo es un lugar demasiado hostil y que los judíos aún son un hermoso chivo expiatorio para cualquier cosa.
En aquella mañana de 1999, demasiados adolescentes fuimos parte y testigos del desprecio por el dolor de personas a las que veíamos en vivo en ese mismo instante. Y no importó. Los adultos presentes para coordinar tampoco hicieron demasiado para encauzar el asunto. Y ya no sé si fue desprecio o era testigo de un evento antisemita. Quince minutos para homenajear a las víctimas del mayor atentado terrorista que había vivido el continente americano hasta ese entonces. Y que había ocurrido hacía cinco años.
El mundo no se ha vuelto idiota: siempre lo fue. No me la doy de superior moral, pero he optado por vivir mi vida bajo los parámetros de la Ilustración, esa que nos ha dado países con democracia, derechos humanos y demás cosas que damos por hecho como que siempre estuvieron, cuando todavía son un experimento en términos históricos: de a ratos, con interrupciones, sólo en Occidente más un puñadito de países, durante 250 años a lo largo de 200 mil años de historia.
Por si no quedó claro: sólo una porción de la humanidad vive en países democráticos y liberales con una historia política que se reduce al 0,001 de nuestra presencia como especie.
Hay grietas políticas, cada vez más, y en todos los países con democracias. Pero aún más profundas son las grietas de principios. Aún sostengo que el mundo no se ha vuelto idiota porque no se puede llegar al lugar del que nunca se fue. El mundo es idiota, está plagado de imbéciles que exigen respeto a sus opiniones divergentes, cuando solo destilan un odio absolutamente transmitido y aprendido. Hasta ahora no he conocido a ningún lactante que se aleje de otro por motivos religiosos.
Por si fuera poco, esa opinión de mierda que exigen que sea respetada, han podido expresarla gracias a las bondades de vivir en este sistema político que, vaya casualidad, buena parte desprecia.
Decía que ahora es más notorio porque tenemos la excusa perfecta en tiempos de redes sociales. Probablemente habría ocurrido lo mismo en la Guerra del Líbano en 2006, solo que no había forma de que supiéramos qué decía un fulano en una mesa en Villa Ocote.
Pero la interconectividad también promociona el sesgo de intercambio: busco con quien me siento identificado, creo mi red social con los que me dan pertenencia, me retroalimento y, en algún punto, demasiados boludos se superponen para llegar a ser cada uno la suma de todos los boludos juntos. Y cuando ya estamos en otra, aparecen casos como el de Mendoza, donde el equipo de basquet Macabi recibió tantos comentarios antisemitas que terminaron por retirarse.
Así es que vemos a gente arrancar carteles de seres humanos secuestrados. Idiotas que aún tienen olorcito a cero kilómetro en el lóbulo frontal y mezclan la bandera de Palestina con la de los derechos de la pindonga. Y digo de la pindonga porque no hay ningún derecho, de esos que nosotros llamamos derechos, en esos lugares en los que algún bucle del tiempo ha permitido que coexista la legalidad de la Edad de Hierro con paisajes postapocalípticos de un Mad Max financiado por alguna empresa de motitos tercermundista.
Idiotas hay de a granel en todos lados, pero me preocupa mucho más el silencio de todos los demás. Me preocupa mi silencio. Me preocupa que en estos tiempos en los que solo existe nuestro pensamiento si lo compartimos con los demás, alguien pueda llegar a creer que no me importa lo que ocurre en Israel.
Y eso que nuestro silencio, a veces, suele ser histórico. Ocurrió en mayo de 2021, hace quince minutos, cuando Israel recibió una lluvia de miles (sí: miles) de cohetes durante días. ¿Acaso usted lo recuerda? El coso presidido por Alberto Fernández pidio que haya paz.
Todavía hay quienes revolean los ojos cuando se realiza un nuevo documental sobre el Holocausto. Ahora que vemos lo que piensa tanta gente, creo que aún nos quedamos cortos en recordar de dónde viene el mundo reciente. Porque tenemos la costumbre de imaginar al antisemita como un skinhead o un señor con esvásticas que colecciona objetos nazis. No se nos cruza por la cabeza que es esa maestra jardinera que adoramos, el kiosquero que nos fía, gente muy buena que en algún punto tomaron un concepto que les entró como un virus sin que lo notaran. El problema del anstisemitismo es esa gente que no sabe que lo practica.
Siempre ha llamado mi atención el antisemitismo en un país en el que tenemos una percepción de proximidad intensa. Puedo entender el odio –miedo– hacia lo desconocido en países que no tienen presencia judía. Pero la Argentina es el primer país de habla hispana en cantidad de habitantes descendientes del pueblo judío, tercero en las Américas por detrás de Estados Unidos y Canadá, y séptimo a nivel mundial.
Desde hace ya bastante tiempo la judeofobia ha adquirido un perfil ideológico que excede a los fascismos. También recayó en una izquierda boba y biempensante que no se define antisemita por la positiva sino que está en contra de todo lo que represente a la nación judía.
En 1919, en medio de lo que se llamó la Semana Trágica, en el Once se llevó a cabo el primer pogromo (y único a la fecha) de la historia de las Américas. Las bandas parapoliciales de delincuentes patrióticos arrasaron con todo lo que pareciera judío, destrozaron comercios, saquearon viviendas, asesinaron a quien no supiera el Himno Nacional y violaron a sus mujeres, hermanas e hijas. Dos días después se repitió la brutalidad, pero esta vez intervino la policía. Para detener judíos. Los arrastraron –desde caballos– por la barba hasta los calabozos donde los torturaron. El único dato recogido por aquellos días es de la embajada de los Estados Unidos, que llegó a contabilizar más de cien judíos muertos sin sepultura. Vaya a saber cuántos fueron en total.
Nuestro léxico popular todavía tiene expresiones dañinas que muchos repiten con inocencia. ¿Nunca pensaron quiénes “muestran la hilacha” solo por respetar su tradición?
En junio de 2018 el gobierno de Israel pagó millones de dólares a la Asociación de Fútbol Argentino para que la Selección juegue un partido en Jerusalén antes del Mundial de Rusia. Se canceló el encuentro luego de días de hostigamiento en las puertas del hotel en el que se alojaban los jugadores. En Barcelona, España, el país europeo que ostenta, orgulloso, la mayor proporción de personas que sostiene abiertamente que los judíos no son de su agrado. Algunos manifestantes llegaron a mostrar camisetas de la selección argentina ensangrentadas.
Para apaciguar las cosas, el presidente de la Federación Palestina de Fútbol encabezó una manifestación frente a la oficina del delegado argentino en Ramallah y pidió que se quemaran las camisetas con el nombre de Lionel Messi.
Acá el debate también se dio en los mismos términos. Pero lo olvidamos. Como olvidamos abiertamente lo ocurrido en 1919. ¿O acaso alguien recuerda algún homenaje, una conmemoración? Imaginemos que el Estado pida perdón. Para qué, si es mejor olvidar.
Ahora, imaginen si alguien hubiera intentado un homenaje a nivel estatal. La matanza de 1919 fue en el marco de una masacre contra obreros y minorías. ¿Se imaginan la reacción del FIT ante la noticia de una conmemoración? No sé si quedarían más descolocados por el homenaje a los judíos o a los trabajadores.
A mediados del siglo pasado, Ernesto Sábato resumió el summum del pensamiento judeófobo que había impregnado las bibliotecas desde Edouard Drumont en 1886. Al respecto, Don Ernesto dijo: “El antisemita dirá sucesivamente -y aun simultáneamente- que el judío es banquero y bolchevique, avaro y dispendioso, limitado en su gueto y metido en todas partes. Es claro que en esas condiciones el judío no tiene escapatoria: cualquier cosa que diga, haga o piense caerá en la jurisdicción del antisemitismo”. Le faltó agregar que tampoco importa lo que calle o deje de hacer. Alguna sospecha despertará.
Por una cuestión de percepción de proximidad, podemos llegar a la confusión de que los judíos dominan el mundo. Son el 0,02% de la población global. Sin embargo ese ínfimo porcentaje de seres humanos nos ha dado el 19% de los premios Nóbel. Si así y todo, a alguien le resulta mejor la vida sin ellos, nada de hacer beneficio de inventario: renuncien a la quimioterapia, a la depiladora eléctrica, a los jeans, a la Teoría de la Relatividad y todo lo que viene detrás, al micrófono, a la máquina de coser o la mismísima calculadora con la que sacan sus conclusiones de mierda.
A medida que avanza la ofensiva israelí sobre la Franja de Gaza, siento que al antisemita promedio se le cae la baba hasta quedar al borde de la deshidratación. Ahora ya no necesita justificar su silencio o justificación a los atentados inhumanos que todos vimos. Todos. Y ahí vienen a preguntarnos –me– cuándo vamos a condenar el accionar israelí.
Podría decir que no tengo nada que condenar, que las guerras son lugares horribles donde pasan cosas espantosas y que, entre Israel y Gaza, hay uno sólo que puede someter su accionar a la jurisdicción de tribunales. Y no es Gaza. ¿De esta forma estoy justificando la muerte de civiles? Argumento rechazado hasta que los escuche condenar los secuestros, las violaciones, los asesinatos, las incineraciones y los infanticidios.
El antisemitismo en países que no han contado con judíos entre sus pobladores, puedo comprenderlo. Desconocen lo que odian. Ahora, que países como Estados Unidos o la Argentina tengan estos brotes, me jode, aunque no me sorprende. Nos gustan las víctimas cuando son mansitas. ¿Cómo te vas a defender? Y poco tiene que ver el nivel educativo o de desarrollo. Después de todo, pocos países estaban tan instruídos como la Alemania de la década de 1930, y sin embargo…
Por lo pronto, vuelve a preocuparme ese fenómeno internacional en el que todo, absolutamente todo se lleva al terreno en el que solo se puede construir un proyecto siempre y cuando se pueda eliminar a los que no concuerdan con la idea del otro. Y que nadie se defienda, eh. La nueva era de los fanatismos personalistas nos mojó las patas a todos. Ahora, al ver también las proliferación de tarados que creen que hacen la revolución por arrancar fotos de bebés secuestrados, se me hace carne que tenemos este sistema de gobierno de recontra pedo y sin merecerlo. Todos, de Inverness a Ushuaia y de Seattle a Oslo, debemos este Occidente democrático y liberal a la terquedad de un puñadito de líderes políticos que ordenaron que millones se sacrifiquen para garantizarnos a todos un mundo sin fascismos.
Esa idea, tan bien explorada por Philip K. Dick en The Man in the High Castle –donde Alemania y Japón ganan la guerra y el mundo se adapta al nuevo sistema, como siempre se adaptó a todo– es la que espanta. La certeza de que damos por sentado que tenemos para siempre un sistema que costó mares de sangre.
Y la certeza de que nuestro sistema tiene millones de errores de los que podemos quejarnos y a los que podemos combatir gracias a que vivimos bajo las reglas de ese mismo sistema. Prueben realizar una marcha por los derechos humanos en China, intenten una Marcha del Orgullo en las calles de Teherán o traten de formar un partido político en Siria. O repasemos todas esas bonitas notas de color que se hicieron hace un año en Qatar, donde nos mostraban cómo vivían las mujeres sometidas a sus esposos, pero que nos eran presentadas culturalmente pintorescas.
Todo eso es lo que se juega en el mundo mientras nosotros no sabemos dónde queremos pararnos ni dónde estaremos en un par de semanas. Y va más allá de una guerra, que es el único momento en el que los líderes políticos recuerdan que el tapón democrático y liberal de Oriente Medio está rodeado por personas que quieren exterminarlo. Del mismo modo que harían con todos nosotros, como rezaban esos carteles de hace unos años que prometían “utilizar tu sistema para exterminar tu sistema”. Como ya lo han demostrado.
Y creo que, al menos eso, lo sabemos. Porque lo sabemos… ¿no?
–|–
Llegamos al Salón de los Pasos Perdidos de la Facultad de Derecho de la UBA sobre la hora. Uno de los chicos me coloca un kipá y yo comienzo a sospechar que no calculé las probabilidades de hacer el ridículo. Cuando se disponen a comenzar con su rezo, miro al que estaba a mi izquierda y le digo que no soy de la cole.
–Gracias por venir igual.
–De nada, pero ¿Qué hago?
–Con que reces lo que sepas rezar, estás bien.
© Relato del Presente
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