Por Carlos Ares (*) |
¿Acá es la reunión de personas notables, escritores, artistas, periodistas, para advertir sobre Milei? La actriz que administraba el grupo, borcegos, pañuelo verde anudado en la muñeca, anteojos de carey, dudó ¿Usted es un intelectual? El hombre, traje gris, zapatos negros, se abrochó los dos botones del saco. “Pienso, luego vemos qué conviene”, dijo. ¿Firmó algo alguna vez?, sospechó la actriz. El hombre desenrolló su diploma de la Harvard Ono Band. Bien, dijo la actriz, pase.
En el murmullo de la sala de chat escuchó hablar en lenguaje inclusivo. Reconoció activistas sociales, militantes veganos por el trato humano a los cerdos y acusados de comerse una mujer en el Chaco, voces de la radio, caras de la televisión. ¡Qué hombres! ¡Qué mujeres! ¡Qué no binarios! ¡Qué agéneros! ¡Qué apartidarios! ¡Qué ciudadanos! Delicados cocineros, sabedores de buenos vinos, que se rebajan a la planta baja para cranear durante horas de qué modo sencillo, nada vulgar, se puede ayudar a que millones de desgraciados sin educación básica, ni hablar de posgrado, meros cumbiancheros, comprendan cómo destapar el inodoro del sistema sin salpicar.
¡Qué sería de este país si ellos no alzaran la voz, la mano, hasta el dedo cuando es necesario! Arriesgan prestigios sembrados, regados, podados de malformaciones, con recortes de agachadas, sin rastros de dudas que les pesen en la conciencia. Distraen tiempo, horas de ego facturable que podrían dedicar a disfrutar de la propia angustia, a reflexionar sobre cómo ayudar, contribuir, dar una mano a los millones de personas abandonadas a su suerte, aturdidas desde hace años por los altavoces de dirigentes, funcionarios despiadados. Sometidos a una campaña criminal. Amenazas, extorsión, terror, datos falsos, ignorando los aullidos de la miseria que se confunden con el estruendo del cinismo.
Se sintió bien. Había que estar ahí. Figurar junto a esos nombres célebres de la API, la Asociación de Pelotudes Importantes, quienes serán tallados en el frontispicio de mármol del futuro panteón de la Patria. Era un paso decisivo en su pretensión de ser considerado, recibido, destacado como un intelectual, si es que alguna vez le hacían entrevistas, o alguien se interesaba por él. Cerró los ojos, durante un instante se vio, vestido con una toga blanca, parado como una estatua en la vereda de un Centro Cultural. Un niño le dejó una moneda en la caja de cartón. Se inclinó para agradecer. Porqué no, pensó, si el CCK no es por María Elena Walsh, Borges, o Quino.
Tenía que firmar, sin porqué, ni para qué. Entrar en esta lista con nombre y apellido, entre los primeros cien, antes de “siguen las firmas” para no tener que buscarse, ser uno más de ellos era su pase libre a la próxima declaración. Ya no le volverían a pedir credenciales. Tal vez, ni siquiera sería necesario que le pregunten su opinión. Habrá más, muchas más de éstas, pensó. Vuelven los buenos viejos tiempos. Tal como vienen las cosas, una vez por mes habrá que llamar la atención. La gente está muy necesitada de que la guíen. Eligen mal. “¡La democracia está en peligro!”.
No saben qué quieren. Las nuevas tecnologías distraen. Nadie lee ya a Lukas Podolski. ¿Quién sería hoy capaz de citar de memoria poemas de Franz Beckenbauer, o frases célebres de Bastian Schweinsteiger? Escuchan cumbia, trap. No les conmueven las melodías clásicas ¿Cómo hacer, si no han podido ir a verlo a la Ópera de Viena, para que se les estremezca el alma, el corazón, hasta los huesos, con la fantástica entrada que hizo Giorgio Chielini al tocar las Sonatas de Paolo Rossi? Ese quiebre de sentimientos no se puede apreciar por YouTube.
Un grito interrumpió sus cavilaciones. “¡La patria está en peligro!”. Pablo Echarri volvió la cara, se apartó el pelo de su mejor perfil detrás de la oreja como si corriera una cortina. Esperó a que le tomaran una selfie. “Vamos con esa”, ordenó. Nancy Dupláa sonrió sin despegar los labios, movió la cabeza como si negara, o era tal vez una opinión. “Esa ya la usamos contra el gobierno de Macri”, advirtió. Echarri dudó: “¿Estás segura? Nancy le volvió a sonreír. ¿Desde entonces callamos?, preguntó Echarri. Nancy le volvió a sonreír.
(*) Periodista
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