jueves, 16 de noviembre de 2023

La triste herencia de un presidente olvidado


Por Luciano Román

La historia ha decidido hacerle un favor al presidente de la Nación: olvidarlo antes de que se vaya.

Vale la pena, sin embargo, poner un foco sobre esa figura deslucida y casi fantasmal, porque tal vez sea el síntoma de algunas cosas que nos pasan y condicionan tanto el presente como el futuro del país. 

Casi ausente de la crónica periodística y caricaturizado por el humor popular como un personaje frívolo y anodino, el Presidente no inspira respeto ni confianza, y ni siquiera curiosidad. Su irrelevancia, sin embargo, tal vez exceda la dimensión anecdótica para convertirse en reflejo de una crisis más aguda. Es el símbolo de la degradación institucional y de una Argentina que ha extraviado las referencias de liderazgo y autoridad, incluso más allá de la política. Representa una cultura que desprecia el valor de la idoneidad, y de un país que se acostumbró a que cualquiera pueda ocupar cualquier cargo.

Si miramos hacia atrás, el final estaba anunciado. El Presidente fue candidato “por acomodo” y por la decisión “imperial” de la jefa de una facción. Pero sería tranquilizador pensar que fue un error individual, únicamente atribuible a la persona que lo puso a dedo en el sitial de candidato. Eso fue posible por una cultura política que naturaliza la arbitrariedad, que justifica el acomodo, que no repara en la idoneidad y que hace un culto a la obsecuencia con tal de conservar privilegios. Fue el resultado, también, de una mayoría social que avala esos métodos del poder, como avala también –o mira con indiferencia– los manejos de Insaurralde o la “caja negra” de la Legislatura bonaerense.

Las secuelas de un presidente que no ha estado a la altura de su investidura dejan, quizás, una herencia más imperceptible, pero no menos grave que la de la crisis económica. Es un legado simbólico que erosiona la calidad institucional y que baja la vara en todos los estamentos del servicio público. El mensaje es subliminal, pero poderoso: “si este hombre pudo ser presidente, ¿por qué yo no puedo ser cualquier cosa?”. La aspiración ya no es a través del mérito, del esfuerzo, de la demostración de capacidades y de la construcción de una carrera, sino a través de la audacia, la actitud acomodaticia y el oportunismo rampante. Llegar por esa vía podría ser un accidente desafortunado de la historia si no fuera, en realidad, una cultura que baja desde la cima del poder y contamina todos los niveles del Estado. Si se puede poner a dedo un candidato presidencial y el experimento resulta electoralmente exitoso, como lo fue en 2019, ¿por qué no se van a designar parientes, militantes y obsecuentes en cualquier otro cargo público? El propio Presidente “militó” en contra de la meritocracia. Se oficializó, así, una cultura que privilegia la arbitrariedad y la dádiva sobre el merecimiento y el esfuerzo. La lealtad vale más que la capacidad; la obediencia, más que la idoneidad.

No es casualidad que la presidencia de la Nación se vaya a dirimir esta semana entre dos candidatos que no ganaron ninguna interna verdadera y que apuestan más a explotar la bronca o el miedo que a representar un plan consistente y sólido. Uno llegó con más audacia que preparación; otro, por obra y gracia del internismo palaciego. Uno llegó vociferando contra “la casta”; otro, consagrado como “el rey de la rosca” y la política sin escrúpulos. ¿Por qué no se iban a animar si la Argentina es gobernada (aunque el verbo sea excesivo) por un señor que ocho meses antes de ser consagrado candidato ni siquiera había soñado con esa posibilidad?

“Agarrá y después vemos”. Esta consigna se ha elevado, en el mundo de la política, a la categoría de una máxima. A punto de dejar el poder, el Presidente se ha convertido en un emblema de esa filosofía. No importa que uno no esté capacitado y que ni siquiera haya esbozado un plan. Reconocer las propias limitaciones y rechazar una oferta jugosa es visto, en este sistema de valores, como signo de debilidad o de falta de carácter, no de responsabilidad. Hay algo de nuestra propia idiosincrasia que enaltece al audaz, al vivo y al transgresor, al que “la hace bien” y ostenta su picardía.

Con el Estado, curiosamente, esa audacia se potencia. Muchos rechazarían, seguramente, manejar un avión si nunca se prepararon para eso, pero no dudan en “pilotear” un ministerio, una embajada o un organismo como el PAMI si se les presenta la oportunidad.

No cuesta imaginar al futuro expresidente vanagloriándose de su experiencia. ¿Quién me quita lo bailado?, se preguntará ante sí mismo. Y animará algunas sobremesas con relatos de sus viajes por el mundo, sus fotos “de familia” con líderes globales, sus guitarreadas en Olivos o alguna siesta mullida en el sillón de Rivadavia. Para los fracasos, siempre se podrán recitar las excusas conocidas: la pandemia, la guerra, la sequía. La devaluación de la palabra, y la temeridad de decir hoy una cosa y mañana la contraria, es otro legado de un presidente fallido.

La política extravió la noción de servicio. Los cargos públicos no se ven como sacrificios y desafíos, sino como un reconocimiento a la lealtad y una oportunidad de salvación personal, aunque más no sea por una suculenta jubilación después de haber viajado por el mundo. La investidura se vacía de contenido y se desdibuja por completo la idea de ejemplaridad. Podrá decirse, con razón, que todas estas deformaciones llevan un largo tiempo en la Argentina, pero tal vez pocos presidentes, en los últimos 40 años, hayan simbolizado con tanta nitidez la falta de sustancia, de jerarquía y de calidad en la cima de la pirámide institucional.

Es lógico que hoy todos los reflectores se enfoquen en los candidatos a sucederlo, pero una somera autopsia sobre el Presidente ya ido quizá resulte indispensable para tener una idea del tamaño de la crisis que agobia a la Argentina. Hay una dimensión material que se expresa en la devaluación del peso. Pero hay otra dimensión simbólica que se refleja en la devaluación institucional. Detrás de ese expresidente en funciones queda una estela de profundo deterioro en toda la estructura del servicio público. Reconstruir la calidad técnica en el Estado, la noción de responsabilidad y de acceso a los cargos por idoneidad, y no por obsecuencia y acomodo, es tan necesario como recomponer el valor del peso y forjar un marco de estabilidad. Esa reconstrucción debe impulsarse de arriba hacia abajo, como fue de arriba hacia abajo que empezó a descomponerse.

La Argentina necesita recuperar el valor de la ejemplaridad y reivindicar la cultura del mérito, como contracara de la del acomodo, el “dedazo”, la dádiva y la arbitrariedad. Necesita volver a la noción de carrera y profesionalismo en el Estado, a valorar la formación y la solvencia técnica y a honrar la función pública con decencia y responsabilidad. Necesita, además, valorar la integración de equipos y el llamado a los mejores, en contra del “loteo” de los espacios de poder y el reparto de privilegios y de “cajas”. Es un desafío monumental porque implica rescatar un sistema de valores que ha sido combatido desde el poder.

El futuro expresidente no solo ha simbolizado la contracara del mérito, sino también otro rasgo de la dirigencia argentina: la falta de ambición. La grandeza de la Argentina tuvo que ver, en el siglo XIX, con la ambición de sus dirigentes. Era una generación que no aspiraba a una jubilación de privilegio, sino a ganarse un lugar en la historia. Así construyeron una nación.

Dentro de veinte días, un hombre gris dejará la residencia de Olivos. Lo hará por la puerta de atrás, con una pensión para él y una hipoteca moral y material para el país. Dejará, además de la inflación, la pobreza y la inseguridad multiplicadas, la herencia del vacunatorio vip, de la fiesta clandestina en la casona presidencial, de un gobierno manchado por el espionaje ilegal y de una convivencia política aún más deteriorada de lo que estaba cuando llegó. Es la imagen penosa de una dirigencia que ha renunciado a la ambición y al prestigio para salvare a sí misma y disfrutar de los oropeles del poder. La Argentina merece otra cosa.

© La Nación

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