Por Jorge Fernández Díaz |
Leí el otro día que la ciencia sigue estudiando con sumo interés una antigua y difusa forma del horror: se llama afantasía, y es un mal congénito o adquirido que impide a determinadas personas imaginar. Estoy seguro de que si Dios, con su magnífica ironía, le hubiese dado a elegir a Borges entre sufrir ceguera o falta de imaginación, este habría optado de inmediato por su gloriosa no videncia, desde la cual fue capaz de pensar con lucidez el universo y también dictar algunas de las páginas más memorables de la literatura. La política está llena de cientistas y baquianos que son expertos en armar escenarios hipotéticos, pero todos ellos balbucean frente al futuro.
Es muy sintomático que un gobierno de Javier Milei nos resulte todavía inimaginable. El territorio donde desplegará su acción estará signado por una paradoja: llega con una legitimidad social impresionante (55% del pueblo lo votó) y con una debilidad real que causa espanto, puesto que su partido es enclenque y minoritario y las mayorías parlamentarias no le responden. Ganó el gobierno, pero deberá pelear por el poder.
Su déficit de gobernabilidad se combina con una escasez absoluta de fondos y con un polvorín financiero, y también con una guerra de resistencia que ya puso en marcha la poderosa y destituyente Patria Subsidiada. El mileísmo nuclear se forjó bajo la estúpida idea de que la experiencia republicana de 2015 había carecido de agallas –”tienen más cojones que cabeza”, les habría recriminado Vito Corleone–, pero luego de la borrachera del triunfo amanecieron a la resaca de la cruda realidad, de la impotencia y de la consecuente necesidad de negociar con la “casta” o morir en el intento. No era cobardía, camaradas, sino realpolitk y correlación de fuerzas. Culmina así un período colorido, dogmático e irreductible –lleno de anatemas, iracundias, exageraciones y maximalismos- y se abre una etapa más gris y realista donde se recibe con beneplácito la afectuosa bendición del otrora “representante del maligno” y se lo invita a Buenos Aires con todos los honores; se conversa cariñosamente con Juan Domingo Biden –considerado un “miserable socialista” por los libertarios hasta hace tres minutos–; se mandan emisarios de paz a los “comunistas” Lula Da Silva y Xi Ximping; se nombra ministra de Seguridad a la “montonera borracha”; se visita la residencia del cantautor de Olivos y se abraza con emoción a Dylan; se anuncia que no se privatizará ni se cerrará el Conicet, y se va reemplazando a cada uno de los miembros de la armada Brancaleone, porque una cosa son los simpáticos y rebeldes compañeros de secundario y otra muy distinta, los navegantes profesionales que te salvan o te hunden el buque.
Lejos de considerar todo este giro pragmático un defecto, parece entonces una oxigenante virtud, la inexorable ley de gravedad que baja a tierra los divagues, las chiquilinadas y las conjuras de café. Parece que la prometida “revolución” de Milei quedará razonablemente para la segunda y tercera generación, y que en los próximos cuatro años se concentrará en desarmar la bomba, levantar el cepo cambiario, bajar el déficit, controlar la superinflación y salvar el pellejo. Para todo ello debe conchabar en el gabinete nacional a ministros heroicos que seguramente fenecerán durante la peligrosa faena, y pasar de la seducción de los periodistas y los ciudadanos de a pie a la seducción de los dirigentes territoriales, que tienen la llave para que su jumbo despegue o se incendie en la pista. Lo primero que hizo fue no declararse “gorila” y atraer al cordobesismo peronista; lo segundo, tender puentes de concordia con los diez gobernadores de Juntos por el Cambio, que controlan a veinte diputados y ocho senadores, y han decidido marchar en manada. Falta media hora para que los defenestrados radicales, cuyas bases desobedecieron a las cúpulas y votaron al anarcocapitalista para acabar con el modelo “nacional y popular”, reciban también alguna señal de afecto. Es tan gordo el desafío y tan difícil no fallar en la reparación del barco, que el parece en estas horas dispuesto a amnistiar a casi cualquier tripulante. Para ello, convendría no olvidar que es imposible dar todas las batallas al mismo tiempo, y que asuntos espinosos como la revisión legal del aborto, la mercantilización de los órganos, la venta libre de las armas o cualquier medida retrógrada contra el concepto del Nunca Más, no hará otra cosa que cohesionar en contra suyo a sectores que hoy son antagonistas, y una parte de los cuales podría acompañar muchas de las reformas económicas que urgen. Sin esas reformas, no hay gobierno ni hay país. “Para gobernar, Milei tendrá que convertirse en lo que no es”, pronosticó el ensayista italiano Loris Zanatta, en acuerdo con el pensador francés Guy Sorman: “Será un desastre salvo que no haga lo que prometió”. Ambos intelectuales son liberales y conocen profundamente la Argentina.
Es posible que Milei haya tomado nota de esas advertencias. También del mejor consejo que acaso le haya dado Mauricio Macri: es imprescindible que le explique honesta y detalladamente a la sociedad la magnitud de la catástrofe legada por el cuarto gobierno kirchnerista, y todas las trampas explosivas que le dejó Sergio Massa a lo largo de su fallida e irresponsable gestión y, sobre todo, en su intenso derrotero proselitista. En su propia presidencia, Macri lo hizo, pero sin convicción y de manera tardía, y se negó tozudamente a escribir una “narrativa” que le diera verosimilitud y épica a su administración. Hoy la quiebra del Estado es mucho más extrema y sabida, pero la colonización mental del populismo ha avanzado y la cultura del subsidio y la gratuidad se han convertido en sentido común. Los gerentes de la Patria Subsidiada –burócratas, sindicalistas, piqueteros y militantes del privilegio– comandarán al gran ejército que se rebelará contra el ajuste en nombre de la dignidad humana. Y lo más impactante para la opinión pública no serán estos desprestigiados generales y coroneles, sino el sufrimiento de los soldados rasos: gente de buena voluntad –alguna muy valiosa– que no medra con el dinero público, pero que ha construido sus vidas y sus trabajos alrededor del fracasado Estado kirchnerista. Allí están los rehenes inocentes del populismo y los sujetos del melodrama. Quien los toque, con los recortes inevitables, no solo será señalado como un monstruo sin sentimientos, sino también como alguien que viene a despreciar las banderas que los enfundan: ciencia, salud, educación, producción, empleo.
He aquí la gran tragedia argentina, labrada desde la más nociva ideología y también desde el más avieso clientelismo, pero basada en la fantasía de una fuente mágica de recursos ilimitados. El problema es que la fuente se secó hace rato y que siguió funcionando de manera artificial: eso produjo inflación galopante y pobreza creciente. Y ahora no queda otra que solucionarlo: el Estado es insolvente y deberá retirarse de muchas áreas, y eso causará dolores, que serán “denunciados” por los psicópatas de la impostura, y se verá de qué modo lo procesa una sociedad sensibilizada, aunque acabe de votar por la motosierra. Quienes irán al frente de la ofensiva serán los adalides de la izquierda cultural, que tienen la densidad política de una liebre, que detentan una falsa autoridad moral y que no han hecho la mínima autocrítica por haber apoyado –y haberse servido de– un modelo calamitoso para los pobres. Ellos proveerán las viejas palabras para que suenen nuevas, y los caciques puedan usarlas a mansalva. El helicóptero para que Milei se marche antes de tiempo está listo en los hangares peronistas.
Quienes hemos criticado al libertario le abrimos ahora un crédito no solo por tratarse del nuevo presidente constitucional de los argentinos, sino porque su tarea es esencial para reparar una nave que se hunde y para que no regresen de inmediato quienes la perforaron. Una brusca afantasía nos impide vislumbrar cómo será la cocción y cómo saldrá este guiso. Por lo pronto, aquí va un pensamiento de su admirado Alberdi, que quizá lo ayude: “Si queremos ser libres, seamos antes dignos de serlo. La libertad no brota de un sablazo. Es parto lento de la civilización”.
© La Nación
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