Por Jorge Fernández Díaz |
Una vieja y recurrente pesadilla humana, máxima alegoría de la soledad existencial, consiste en despertar un día y descubrir que la ciudad está completamente vacía y después que el planeta entero –producto de alguna plaga o extraño cataclismo– ha quedado desierto, y que uno es el último hombre o acaso la última mujer sobre la Tierra. Se han escrito obras maestras de la literatura popular alrededor de esa fantasía íntima y aterradora. Y en este agónico final de campaña, el kirchnerismo maquillado parece también una novela posapocalíptica: de repente han desaparecido completamente de escena los barones más rancios, los sindicalistas multimillonarios, los gerentes de la pobreza, los corruptos de nota y los fanáticos de salón, y ha quedado solo y fresco en el centro de la avenida Sergio Massa, el último peronista sobre la patria vaciada.
Pero la ciencia ficción no acaba en ese prodigio: el candidato avanza sin la sombra de los muertos-vivos que lo acompañan y auparon, e incluso alguien le ha borrado la historia personal, con lo que han desaparecido también sus propios estragos de gestión; eso le permite, en un rulo espectacular, amenazar con un apocalipsis que en realidad ya sucedió a la vista de todo el mundo y que él operó en persona y con toda su botonera económica.
Massa merece ser presidente, no solo por haber inflado a Javier Milei y ahora por estar usándolo como espantajo demoníaco, sino por haber logrado esta notable suspensión de la incredulidad con que vastos espectadores ingenuos siguen su fábula inverosímil. La ficción es adictiva, compañeros. Allí va entonces el capitán Sergio por el espacio, con su nave de fibra hecha en Haedo, libre de culpa y cargo –con todos los piantavotos, los oligarcas de Estado y los socios sucios convenientemente escondidos– hacia la aurora nacional, pero eso sí: con temperamento zen, como le sugirieron sus asesores brasileños. El público general, que ha aceptado la sugestión, compra también que el dirigente más ambicioso y rapaz de la política argenta, el pícaro número uno que se mata de risa de todos, es ahora un “líder sereno y magnánimo”. Hay que ocultar como sea los colmillos relucientes del depredador y mostrarlo como un león herbívoro. A Milei le pasa algo similar: hay que domar la ira y el desquicio a cualquier precio. Y como son muy malos actores, lo que están consiguiendo es dar la impresión de ser dos fallutos empastillados.
Imaginar un gobierno del libertario no es para la ciencia ficción, sino directamente para el género fantástico: una cosa es Bradbury, Matheson o Cormak MacCarthy; otra muy distinta es Kafka. Uno no puede, por respeto al lector, imaginar una administración del anarcocapitalista a esta altura de las rectificaciones, las piruetas retóricas y las bruscas reconciliaciones con algunos de sus archienemigos hasta hace apenas tres horas, y eso parece un déficit relevante de su candidatura; tal vez esté a tiempo de corregirlo, porque quienes lo votan no pueden concebir acabadamente cómo haría para gobernar y no morir en el incendio. Es posible, en cambio y para males, imaginar una presidencia de Massa, un quinto gobierno kirchnerista. Para hacerlo, conviene abandonar por un momento el angustiante presente y retroceder un poco la película catástrofe. Mediante sus voceros oficiosos y en reuniones cerradas cuyo contenido luego se filtraba invariablemente a la prensa, la Pitonisa del Calafate se transformó en la persona que más trabajó por instalar la idea de que era imposible ganar las elecciones presidenciales con estos guarismos desastrosos. Su diagnóstico no carecía de realismo. Buscó, para perder con dignidad, a un incondicional –Wado de Pedro– y luego cedió a la fullería massista y a la presión de los señores feudales del interior profundo. Cedió con un pie en el estribo porque no quería que su empecinamiento la convirtiera más tarde en la gran “mariscal de la derrota” y porque se trataba de un candidato que, como el general Quiroga, iba en coche al muere. Pero la vida te da sorpresas: contra los pronósticos de la arquitecta egipcia y la lógica más elemental, el Fouché del Tigre no perdió, y ahora puede incluso quedarse con el premio mayor en esta tómbola demencial.
Hay un cetro, en la política argentina, que no tiene carácter institucional pero que suele ser más codiciado que el propio sillón de Rivadavia: convertirse en el jefe del peronismo. Ese trono de facto no puede ser compartido, y de hecho no lo perdió Cristina Kirchner cuando colocó a Alberto Fernández en la Casa Rosada. La experiencia de estos cuatro años confirma que el doble comando los hundió a los dos, y plantea de hecho un grave dilema de gobernabilidad para el Movimiento de Perón, puesto que alzándose con un triunfo difícil e impensado el audaz exigirá para sí el poder absoluto. Le han permitido, en esta pesca con mediomundo del voto independiente que él denomina cínicamente Modo Consenso (sic), negar tres veces a los kirchneristas y sugerir sottovoce que tiene acordada la jubilación de ella. Otra vez Cristina cansada, una verdadera ridiculez. Resulta, por lo contario, poco creíble que la monarca entregue resignada y mansamente la corona, sobre todo porque aducirá que el 44% de Axel Kicillof le pertenece y que todavía es dueña de la mano que mece la cuna del conurbano. Parece entonces inexorable que, si ganan cogobiernen, reproduciendo la ácida política de zigzag que devastó el proyecto albertista y la economía de los argentinos, o en todo caso que inicien una guerra peronista de altísima intensidad y de pronóstico reservado. Los dos están acostumbrados a llevarse por delante a sus antagonistas, y utilizar sin pudores los golpes más bajos. Ya saben: para un peronista no hay nada peor que otro peronista. Cristina celebró que, cuando se jugaba por los porotos –gobernaciones, intendencias, bancas– su ministro de Economía fuera el más votado, pero hoy que ya todos sus muchachos están acomodados y calentitos en sus butacas, ¿cuál es el verdadero incentivo para que venza en el balotaje quien vendrá a disputarle salvajemente su reinado? ¿Quedarse con las cajas mayores de la administración pública, licuar sus causas judiciales más complejas? Parecen objetivos relativos y demasiado pequeños, si el riesgo real es perder la jefatura dorada a manos de quien verdaderamente usaría, si le conviniera, la lapicera contra sus fieles y operaría sin el menor escrúpulo contra la patrona. Otro razonamiento podría indicar que la doctora duerme tranquila, porque desde el conurbano destituyente condicionará a cualquiera, sobre todo sabiendo que el ganador del domingo 19 deberá tomar medidas altamente impopulares y quizá explosivas, y que será por lo tanto débil frente una sociedad lábil y sin paciencia. Con Milei sería resistencia pura, a sangre y fuego, estilo film bélico de los años 70; con Massa, conjuras e intrigas: habría que revisar un poco la saga de los Borgia para comprender qué puede suceder en el palacio.
El massismo reactualizado es un kirchnerismo sin ideología. Los Kirchner crearon un relato y para refutarlo no sólo había que chequear los hechos falsos y las cifras adulteradas, sino también comprender profundamente una tradición histórica y releer una literatura política. Massa resulta más peligroso, pero quizá menos desafiante desde el punto de vista intelectual, porque es hueco: solo hay dentro de ese muñeco voracidad e ilimitado transformismo; no rezará la liturgia bolivariana pero igualmente irá por todo desde el primer segundo de su mandato. Si en la pulseada con este Prometeo de patillas y campera que él mismo inventó en su laboratorio de maldades se sale finalmente con la suya, la ciudad vacía y reluciente se volverá a llenar de barones rancios, sindicalistas multimillonarios, gerentes de la pobreza, corruptos de nota y fanáticos de salón. Muertos-vivos que vendrán a reclamar su parte del botín. Saldrá a la luz también Cristina Kirchner y al principio se dedicarán, claro está, muecas de mutua fidelidad y hasta de dicha apócrifa. Pero como decía un personaje shakespeareano: “Hay puñales en las sonrisas de los hombres; cuanto más cercanos son, más sangrientos”.
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