Por Arturo Pérez-Reverte |
Permítanme, y me disculpo de antemano, que hoy sea grosero para ser más elocuente: estoy hasta los cojones. Hasta más arriba de la línea de Plimsoll, quiero decir, de tanta insistencia y tanta murga. No es ya que desde hace tiempo, sobre todo a través de las redes sociales, la peña pida tu opinión sobre esto o aquello: eso es legítimo, y también a mí me interesa la opinión de mucha gente, sobre todo si es cualificada, e incluso —a veces más interesante aún— de la que no lo es. Pero una cosa es dar tu opinión sobre algo, y otra plegarse a la contumaz exigencia de todo cristo.
Defínase, te aprietan. Mójese en esto o lo otro, diga qué piensa de Fulano o Mengano, de la guerra de Ucrania o de la de Vietnam, de Sánchez, de Abascal, de Feijóo, de Yolanda Díaz, de Putin, de Trump o de la madre que los parió. Diga públicamente dónde se sitúa respecto a todo eso, o a lo que sea, para que yo, nosotros, quienes seamos, en grupo o a solas, podamos aplaudir, si coincide con nosotros, e insultar, si discrepa. Ofendernos como Dios manda.
Todo es una permanente y perversa trampa saducea: si elogias, se ofenderán quienes detestan; si criticas, se ofenderán quienes defienden. Y si elogias y criticas al mismo tiempo lo que estimas positivo y negativo de algo o alguien, se les funden los plomos a todos. No estar dogmáticamente alineado en uno u otro bando, sea el que sea, resulta inconcebible para unos y otros. Ajenos a la fértil incertidumbre de la inteligencia, sólo existen para ellos el blanco y el negro, nunca el matiz, el razonamiento, el debate, la compleja gama de grises: misógino, masón, rojo de mierda, fascista, vendepatrias, dinos quién te paga. Da igual la biografía, los libros, las opiniones —acertadas o no— fruto de una vida o un pensamiento. Lo que buscan es una frase, incluso fuera de contexto, que puedan aislar y explotar a favor de ellos mismos, de su mezquino, chato y fanático mundo.
Pero es que ya no sólo ocurre cuando opinas, sino cuando callas. Ahora también te insultan por tener la boca cerrada, como si abrirla fuese obligación ineludible de cualquiera que tenga voz pública. Son capaces de interpretar hasta lo que no dices. ¿Cómo no ha dicho usted, o no has dicho —el tuteo envalentona más— nada sobre el incendio forestal de Canarias, o de la violencia en México, o de la desaparición de la foca monje en las Chafarinas, o del festival de Eurovisión? Porque si callas, deducen los muy estúpidos, es que piensas esto o aquello.
¿A qué se debe tu silencio culpable sobre el más reciente crimen machista, las lluvias torrenciales de septiembre o la última película de Almodóvar?, inquieren con retintín. ¿Crees que vas a escapar de sumarte al caso Rubiales —ese grosero gañán, sin duda— con decir que te niegas a participar en linchamientos colectivos, que todo roza ya el disparate y que, además, el baloncesto te importa un carajo?
Las redes sociales, el paisaje de hoy, están en manos de innumerables cretinos, cuando no malvados –unos pueden convertirse en otros con facilidad– que no desean escuchar opiniones sino confirmación de sus amores y odios personales. No quieren debate, ni pensamiento; no buscan convencer, sino acusar. Anhelan sentirse parte de un grupo y enemigos de otro, en un mundo que ha sustituido humanismo por humanitarismo y razón por sentimientos. Para qué voy a pensar, si es más cómodo sentir. Tal es la ideología asquerosamente emocional de este siglo: un estúpido simplismo de buenos y malos, necesitado de claras líneas divisorias que hagan sentirse confortable a uno u otro lado, según cada cual. Y más si se trata de España, siempre enferma de su propia Historia, donde gracias a una clase política infame —elegida por los ciudadanos a quienes representa— y a cierto periodismo parásito que vive de ella, todo es más visceral, más enconado, más abyecto. Donde te exigen ser de los suyos, sean los que sean, o verte exterminado sin dejar rastro. Ahorcado, si es posible, con tus propias palabras.
No se dan cuenta, es lo terrible. No advierten, esos limitados e irresponsables analfabetos, a dónde conducen tan turbios caminos. Como no han leído historia, ni visto nada fuera de la pantalla del teléfono móvil —y ni siquiera en él—, ignoran que todo ocurrió antes. Imposibilitados para mirar con lucidez el mundo en que viven y escupen, son suicidas gozosos, incapaces de ver cómo acaba eso. De advertir a qué áspero campo de batalla sentencian a sus hijos y nietos. Pero, bueno. Es lo que hay, y lo que va a haber. A ustedes y a ellos tocará vivirlo y sufrirlo. Yo cumplo 72 este año y me bajo en la próxima —quizá por eso lo veo tan sombrío, no sé—. En cualquier caso, déjenme administrar mis silencios o mis palabras como crea conveniente. Como dije alguna vez, considérenme un inglés en Marruecos.
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