Por Arturo Pérez-Reverte |
Anduve por Londres hace unas semanas, por motivos de trabajo, visitando a un viejo amigo en el 221 B de Baker Street mientras esquivaba, con hábiles recortes laterales, perfiles y quiebros del torso en plan torero, a masas espesas de turistas y de turistos en calzoncillos. Nada, o sea, que haga a esa ciudad distinta de las otras pertenecientes al parque temático en que, entre unos y otros, hemos convertido Europa. Vista en términos generales, la cuna de los derechos y libertades en el mundo, la que durante tantos siglos fue referente moral e intelectual del pensamiento y el progreso, la vieja patria común de Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes y los enciclopedistas franceses, por mencionar a algunos, es hoy un deslumbrante cascarón vacío; un decorado fastuoso donde toda criatura internacional, incluidos nosotros mismos, confunde las palabras viajar y cultura con hacer cola en Roma ante una hamburguesería recomendada en Tryp Advisor o hacer posturitas chorras en Atenas o Madrid tomándose un selfi.
Nadie, ningún lugar, escapa a lo que hay, y a lo que todavía va a haber. Son las reglas del mundo en que vivimos, y tampoco es que el asunto, al menos a cierta edad y con algunos libros leídos, resulte dramático; sólo un poco triste cuando reflexionas sobre lo que Europa fue, lo que es y lo que podría haber sido de no estar en manos, vía Bruselas, de políticos analfabetos y tenderos sin escrúpulos. Pero, bueno. Así son las cosas. Lo que pasa es que, aunque así sean, no son iguales en todas partes, o no del todo, o no todavía en todos los sitios. Pensé en eso de nuevo hace unas semanas, como digo, cuando subía a los taxis de Londres; porque en varios de ellos, en el respaldo del asiento frente al pasajero, había pegado un cartel con veintiséis fotografías de tamaño carnet: veinticuatro retratos de hombre y dos de mujer, todos con uniformes de la Armada, la Aviación o el Ejército durante la Segunda Guerra Mundial –de cuyo comienzo se cumplirán pronto noventa años– en torno a una frase rotunda: Unhappy the land that has no Heroes. Desdichado el país que no tiene héroes.
La frase no es de los taxistas de Londres, sino de la obra teatral de Bertolt Brecht Vida de Galileo, pronunciada cuando éste conversa con Andrea, el hijo de su casera. En realidad es el joven quien la dice, dando pie a la réplica del científico: No, Andrea, desdichado es el país que necesita un héroe. Eso de la desdicha o la desgracia es cierto a menudo, y uno entiende perfectamente que Brecht, siendo como era alemán –un país donde los héroes acabaron construyendo hornos crematorios–, desconfiase de tan equívoca palabra. Sin embargo, el de los taxis londinenses es un mentís parcial ante el escepticismo brechtiano; la prueba de que, en ciertos momentos de su historia, desde Troya hasta hoy mismo, los países necesitan que sus ciudadanos se conviertan en héroes. De no haber sido así en la Inglaterra de 1939-1945, que luchó en solitario –heroica– contra el nazismo dueño de Europa, el mundo sería diferente al que es, y no precisamente mejor.
Hay países orgullosos de sus héroes legítimos, y países aquejados por siniestras enfermedades históricas que ponen especial saña en destruir la memoria de los suyos. España, no descubro nada, es uno de esos últimos. En el disparate que nos caracteriza, propensos a mezclar churras y merinas, aquí metemos en la picadora de carne tanto a personajes admirables como a canallas y asesinos, y tan nefastos acaban pareciendo el espadón que nos maltrata desde el bronce ecuestre como el pobre soldadito que, apretando los dientes porque no tenía más remedio, se echó a la cara el mosquetón en Baler o Bailén y se mantuvo en pie bajo la bandera en Rocroi, Lepanto o Trafalgar. Lo ideal, por supuesto, sería que ningún país, ninguna patria, tuviese la desgracia de necesitar héroes. Pero en el mundo real los héroes siguen siendo necesarios como referentes morales, ejemplos ante el desastre, el horror, la sinrazón y la violencia. ¿Qué otra cosa sino héroes son quienes luchan contra el fuego, o por la seguridad de sus vecinos, o por cumplir con su deber a costa de la propia vida? Lo necesario –y que no se hace– es educar a los niños, a los jóvenes, para que en su momento sepan interpretar un cartel como el de los taxis londinenses. Para que aprecien a los verdaderos héroes frente a los embaucadores, los demagogos, los criminales y los sinvergüenzas. Para que sepan diferenciar las causas nobles de las que no lo son. Para que comprendan del todo, en su sentido exacto, lo que en el siglo XIX Mariano José de Larra escribió como triste resumen de la historia de España: Dios nos libre de caer en manos de héroes.
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