Por Arturo Pérez-Reverte |
Elizabeth Tudor, o sea Isabel I, alias la Reina Virgen (no se tomen ustedes muy en serio el epíteto), fue la señora más interesante del siglo XVI, como Isabel de Castilla lo había sido del XV. Llegó aquella guiri (pelirroja era, la muchacha) a reinar un poco por casualidad, porque era hija de Enrique VIII, el decapitador de esposas, hermana del rey Eduardo VI, muerto a los 15 años, y hermanastra de María Tudor, la reina católica que se había ganado el apodo de María la Sanguinaria y el odio ciudadano por su feroz represión de la religión anglicana (Bloody Mary, de ahí viene el nombre del cóctel).
Pero el caso es que reinó al fin, y nada menos que durante 45 tacos de almanaque (1558-1603) en los que, además de convertir de nuevo a Inglaterra en gran potencia, hizo minuciosamente la puñeta al español Felipe II y sus dominios imperiales, para quien se convirtió en un grano allí donde la espalda pierde su honesto nombre. Y encima, para más recochineo, reinó sobre una nación próspera, de una razonable educación dentro de lo que cabe en esa época, que vivió un siglo de oro cultural bajo la sombra benéfica del dramaturgo William Shakespeare, al que los escolares británicos siguen hoy estudiando (a diferencia de España, donde a su coetáneo Cervantes, el otro gran genio de su tiempo, se le oculta y se le olvida). En realidad, todo el prestigio de la monarquía inglesa a partir de Isabel I se acabó basando en su hostilidad, primero disimulada y luego abierta, hacia el enorme imperio español de entonces. Fría, dura, cabrona, cruel cuando convenía, hizo cuanto pudo por ayudar a los protestantes europeos en su lucha contra España, porque así minaba el enorme poder de ésta; y lo hizo con sagacidad, eficacia y una absoluta falta de escrúpulos (la misma con que hizo ejecutar a su prisionera María Estuardo, desventurada reina de Escocia), potenciando con suma inteligencia y pulso firme la navegación, el comercio y la creación de un imperio colonial propio. El obstáculo natural para todo eso era España, que con un territorio tan extenso, ocupada en el Mediterráneo con los turcos, en Europa con el berenjenal de Flandes, con América al otro lado del Atlántico y con el Pacífico en el quinto carajo, no tenía arroz para tanto pollo. Así que a finales del siglo XVI empezó la guerra de verdad, ya sin disimulo. Las dos circunnavegaciones del mundo hechas por Francis Drake constituyeron, según el historiador John Elliott, una prueba de que el imperio español no estaba a prueba de corsarios. Y realmente no lo estaba. En 1584, otro marino y pirata, Walter Raleigh, fundó en América la primera colonia inglesa. Y en los años siguientes, con el apoyo de Isabel I, que también era mujer de negocios y trincaba de los beneficios, Drake (héroe nacional para los ingleses, para los españoles un hijo de la gran puta) atacó los puertos de Vigo, Cádiz y Santiago de Cuba, inaugurando así dos largos siglos de piratería oficial británica (y holandesa, de rebote) a costa del imperio español. Al fin, harto de agacharse a coger el jabón en la ducha, Felipe II decidió que aquello sólo se arreglaba coordinando una invasión de Inglaterra con levantamientos católicos en Irlanda y Escocia, y se puso a ello: 65 navíos, 11.000 tripulantes, 19.000 soldados; la Armada mal llamada (por los ingleses, en plan de cachondeo) Invencible. Pero todo se fue al diablo para España, porque el asunto estuvo mal concebido y pésimamente ejecutado; y el mal tiempo, con temporales y tal, acabó dando la puntilla. Aquel desastre dejó a los de aquí cortos de barcos y tripulantes cualificados; aunque, como Felipe estaba podrido de pasta con el oro y la plata americanos, la recuperación fue rápida y las consecuencias materiales no llegaron a ser demasiado graves. El daño fue, sobre todo, político y psicológico, pues el prestigio de España en el mar quedó por los suelos y el de Inglaterra se puso por las nubes, hasta el punto de que Isabel I, aplaudida por los enemigos del imperio hispano, que eran casi todos, goteaba agua de limón. Todo se resume en la carta que el francés La Noue escribió a su amigo inglés Walsingham: Los españoles querían apoderarse de Flandes a través de Inglaterra, y ahora os corresponde a vosotros apoderaros de España a través de América. Al salvaros vosotros nos salvaréis a los demás. Y hasta el papa Sixto V, que aprobaba de boquilla el afán español por restaurar el catolicismo en Inglaterra y Europa, se alegró en privado de que a Felipe II le rompieran los cuernos. No lo tragaba, el pontífice, angustiado por la idea de que se mantuviera como líder todopoderoso de la cristiandad. Así que, al enterarse del fracaso de la Armada, Su Santidad aplaudió hasta con las orejas.
[Continuará].
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