Por James Neilson |
La política, que es conflictiva por naturaleza, siempre ha tenido mala prensa en la Argentina. Para fastidio de muchos, las pasiones que estimula dividen a la gente. Puede provocar “grietas” en familias y grupos de amigos. Más de un siglo atrás, los radicales se resistían a calificar de partido a la organización que formaban porque aspiraban a representar a todos y no sólo una parte de la sociedad. Andando el tiempo, los peronistas adoptarían la misma actitud, mientras que otros, como los desarrollistas, rabiarían contra “la partidocracia”. Coincidían los líderes de los regímenes militares; al son de música marcial, se proclamaban resueltos a asegurar la tan añorada “unidad nacional” prohibiendo la política.
Así pues, la prédica en contra de “la casta” de Javier Milei es sólo la manifestación más reciente de un fenómeno que tiene raíces muy profundas. Si bien no se afirma decidido a abolir “la política” como tal, da a entender que quiere barrer con todos aquellos que la practican con la presunta excepción de los dispuestos a sumarse a su cruzada.
Como pudo preverse, muchos integrantes de la clase política que Milei desprecia están procurando salvar el pellejo transformándose de adalides de la “justicia social” en paladines del mercado libre.
Mal que le pese al libertario flamígero, está erigiéndose en el líder del sector más oportunista de “la casta” al incorporar a su movimiento a personajes que apuestan a que gane la lucha por el poder – y el dinero que suele acompañarlo -, que está por culminar.
¿Es posible distinguir entre la política y los políticos? Desde luego que sí. Hablar pestes de la política por suponer que es incompatible con el grado de unidad que necesita toda sociedad es una cosa; criticar a políticos determinados, como el ya ex jefe de Gabinete bonaerense Martín Insaurralde, por lo que hacen es otra muy diferente.
Por desgracia, es innegable que muchos, acaso la mayoría, son corruptos o, por lo menos, están acostumbrados a pasar por alto la corrupción de quienes militan a su lado. Pedir que sean debidamente castigados por los crímenes de comisión u omisión que perpetúan, no es atentar contra la democracia sino defenderla contra quienes la están socavando.
Milei se ha granjeado el apoyo de aproximadamente un tercio del electorado merced en parte a su voluntad de proponer una alternativa drástica a un orden económico cuyo fracaso difícilmente podría ser más patente, pero principalmente a su oposición aparente a una cultura política perversa que han aprovechado una multitud de sujetos inescrupulosos de los cuales algunos han llegado a ser multimillonarios.
Los “problemas de la gente” les importan mucho menos que los propios que solucionan apropiándose de bienes públicos.
Los más notorios en tal sentido han sido los kirchneristas; los del montón se han habituado a reivindicar la corrupción, tratándola como algo meramente anecdótico.
Ciegamente leales a una jefa que ya ha sido condenada a seis años de reclusión por un tribunal y que tiene motivos de sobra para querer frenar otras causas que, con lentitud exasperante, están tramitándose, se esfuerzan por creerla víctima de una vil campaña impulsada por sus enemigos.
Los kirchneristas no son los únicos que se indignan por delitos atribuibles a sus adversarios y festejan los cometidos por sus compañeros. También lo hacen muchos otros.
Miembros de todas las distintas agrupaciones sacaban provecho de “la piñata” bonaerense cuyo funcionamiento salió a la luz luego de la detención de un puntero peronista apodado “Chocolate” cuando extraía dinero de un cajero automático en La Plata con 48 tarjetas de débito supuestamente pertenecientes a empleados de la Legislatura provincial. Eran “ñoquis” que tenían que entregar sus salarios a quienes les habían dado empleo, beneficiándose sólo de aportes jubilatorios y pagos a un plan médico.
Se trataba de un sistema de financiamiento un tanto rudimentario pero bastante eficaz que, es de suponer, tiene equivalentes en muchas otras provincias y municipalidades a lo ancho y largo del país.
El dinero recaudado por personas como Chocolate y otros punteros iba a los bolsillos de legisladores bonaerenses que ya ganaban lícitamente más que los nacionales sin por eso sentirse constreñidos a hacer nada valioso.
La verdad es que muy pocos saben quiénes son ni para qué sirven, ya que raramente sesionan. Si se cerrara la Legislatura, el impacto en la vida de la mayoría abrumadora de los habitantes de la sobredimensionada Provincia de Buenos Aires sería virtualmente nulo, aunque sería un desastre terrible para los políticos mismos que se verían obligados a encontrar otra fuente de ingresos.
© Diario Río Negro
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