Por Luciano Román
Para entender el voto del domingo pasado, tal vez tengamos que hacer un viaje imaginario al corazón de una familia empobrecida, agobiada no solo por problemas económicos sino por un descalabro general en toda su estructura de expectativas vitales. ¿Qué encontramos en ese hogar en crisis? Una combinación de deudas impagables, deterioro material de la vivienda, pérdida de empleo estable y de calidad, erosión de toda capacidad de ahorro, mala alimentación, deserción escolar entre sus hijos y convivencia cotidiana con la inseguridad y la violencia: casi un retrato del país.
Lo primero que se pierde en ese contexto es la noción de largo plazo; se vive el día a día. Lo segundo es la serenidad: se actúa con angustia y desesperación; a veces con rabia y a veces con resignación. Lo tercero tal vez sean las certezas: un día se cree que será posible reencauzar las cosas con esfuerzo, pero al siguiente avanza la tentación de que todo vuele por los aires y que desaparezca por arte de magia ese paisaje de penurias y carencias. Un día se reúne a la familia para proponer el arduo camino de volver al colegio, recuperar ladrillo a ladrillo lo que se ha desmoronado y empezar, con sacrificio y poco a poco, a remontar la cuesta. Otro día se bajan los brazos y se recurre al usurero y la tarotista del barrio y hasta se empieza a fantasear con opciones oscuras e inconfesables para conseguir dinero fácil. La propia escala de valores también se ve amenazada por esos contextos de derrumbe material y emocional, aunque el apartamiento de la norma no necesita –por supuesto- de razones económicas.
Con grados distintos de deterioro, esa familia representa hoy a casi la mitad de la Argentina. Es el arquetipo de una profunda reconfiguración que se ha producido en la estructura social, económica y cultural del país en los últimos treinta años. Entender sus angustias, sus inseguridades y sus miedos, así como sus reacciones espasmódicas, tal vez nos ayude a descifrar el resultado de una elección que, a simple vista, presenta aristas desconcertantes.
Al observar ese paisaje social, no solo encontramos familias desahuciadas, sino también muchas otras que, de una u otra manera, logran mantenerse a flote, pero con la sensación de navegar sobre una tabla cada vez más precaria e inestable. Tienen un empleo (tal vez en el Estado, donde trabajan cuatro de cada diez empleados en el país), reciben, en educación, salud y transporte, prestaciones públicas muy degradadas, pero prestaciones al fin. No les alcanza la plata para llegar a fin de mes, pero siempre aparece algún subsidio con el que “vamos tirando”. La inflación te saca 10 por un lado, pero algún “plan platita” (sea el PreViaje o las ofertas con cuenta DNI) te devuelve dos por el otro, y eso crea la falsa idea de una compensación, cuando en realidad encubre -y alimenta- una gigantesca fábrica de desigualdad y pobreza. No hay crédito para vivienda, pero en cualquier momento vuelve el “Ahora 12″ para cambiar el televisor. En esas condiciones, lo que se pierde es la voluntad de cambio por miedo a que la cosa sea peor. Se impone una mezcla de resignación y conservadurismo: mal, pero acostumbrados. Aferrados a la tabla por temor a caernos.
La que votó el domingo es, en su arquitectura sociocultural, una Argentina degradada, con una escala de valores muy distinta a la de hace treinta o cuarenta años. El proceso de empobrecimiento no solo achicó la clase media, sino que también transformó a la clase media que ha sobrevivido. Perdió vigor un conjunto de valores y creencias compartidas que funcionaban como una especie de lingua franca, o como un código común, a partir de las ideas de la cultura del esfuerzo: era importante estudiar, trabajar, ahorrar, hacer carrera, progresar (no solo en términos materiales), respetar la ley, cumplir las obligaciones y cultivar el respeto por el otro. Todo eso, hoy, está relativizado y cuestionado; se ha convertido en opcional. Son valores que sobreviven, pero en escalas más reducidas. La propia cultura del poder los ha puesto en tela de juicio. Y esa erosión de los valores compartidos ha provocado una fragmentación en la sociedad que se refleja, también, en la fragmentación de la representación política y en la atomización de la oferta electoral.
Cuando el deterioro se acentúa y son tantas y tan diversas las cosas que hay que ordenar, sanear y recuperar, el tamaño del desafío puede resultar abrumador. La perspectiva de un camino tan largo y empinado suele nublar la vista y generar desaliento. En muchos aparece entonces la tentación del atajo, de hacer la plancha o de conformarse con “lo que hay”. En otros, la fantasía de “romper todo” o el impulso de evadirse. Son mecanismos que de alguna forma subyacen en la elección del domingo, donde también se destaca un bajo nivel de participación.
En ese paisaje social se inscribe, además, un fenomenal aparato de propaganda y adoctrinamiento que lleva ya más de dos décadas enquistado en las escuelas, las universidades y muchos otros estamentos del Estado, donde las consignas, eslóganes y simplificaciones del populismo han penetrado como dogmas absolutos. Se ha consolidado, así, una idea del gobierno (ya ni siquiera el Estado) como proveedor. Y se ha estimulado la falsa creencia de que “nosotros te damos”, “los otros te quitan”. Es una cultura que no concibe “lo público” como un sistema a administrar, sino como un botín a repartir, donde las normas ceden terreno frente a la discrecionalidad del liderazgo feudal.
Tal vez haya también un nexo entre el deterioro de la escuela pública y el resultado electoral. La educadora Guillermina Tiramonti se ha preguntado cuánto analfabetismo tolera la democracia. Si se la interpretara en un sentido amplio, podríamos afirmar que una escuela deficiente no solo priva a muchos de las herramientas básicas para insertarse en el mundo laboral, sino también de los recursos simbólicos para defenderse de la demagogia y de las arbitrariedades del poder.
La burda operación que, cuatro días antes de las elecciones, desplegó el oficialismo en las estaciones de trenes es un ejemplo muy nítido de esta concepción y de sus efectos engañosos: “con nosotros el boleto es regalado, con los otros será carísimo”. No se dice que el “regalo” se paga con la inflación, la deuda y los déficits estructurales que han hecho saltar la pobreza a niveles escalofriantes. Tampoco se dice, por supuesto, que “el regalo” se financia con una caja gigantesca de subsidios que alimenta oscuros circuitos de corrupción.
Las angustias y los miedos de la sociedad se han conjugado para que temas como la ética pública o la calidad institucional no ocupen un lugar prioritario en las preocupaciones ciudadanas, sino más bien lo contrario. Así como cuesta ver la conexión entre los subsidios y la inflación, tampoco se termina de ver con claridad el hilo que une al yate de Insaurralde con los insumos que faltan en el sistema de salud. “Si ganan Bullrich o Milei, un parto va a costar 600.000 pesos”, les decían en un hospital del Gran La Plata a mujeres que la semana pasada sacaban turno para su última ecografía. Ya hay generaciones que nacen bajo el signo del miedo.
El candidato del oficialismo hoy simula una reivindicación de los valores que el propio kirchnerismo ha pisoteado: exalta a la educación pública, mientras esconde a Baradel en el placard; se presenta como defensor de la división de poderes, cuando representa a una facción que ha intentado llevarse puesta a la Corte y colonizar la Justicia; subraya “el orden y la seguridad”, en nombre de una fuerza que ha enarbolado el zaffaronismo y ha fomentado la anomia en las calles; propone una “inserción inteligente en el mundo”, mientras integra un gobierno que se abrazó con Maduro y le abrió la puerta a Putin. Habla de “cumplir los compromisos”, mientras lleva como primer candidato a diputado a Máximo Kirchner, que quería romper con el FMI.
Su contrincante en el balotaje simula ahora la voluntad de tender puentes, cuando él mismo los dinamitó con descalificaciones y agravios; guarda la motosierra después de haberla exhibido con un pulso amenazante y denuncia la corrupción mientras esconde un oscuro pacto con Barrionuevo. Quizá también sobreactúe alguna moderación, después de haber confrontado excesos y disparates con excesos y disparates de signo contrario.
En aquel hogar empobrecido, donde los cimientos crujen y la incertidumbre acecha, no hay recursos ni tiempo para conectar el sufrimiento propio con los efectos del populismo y la corrupción ética e intelectual que ha colonizado el poder. Un sector de la clase media se ha aclimatado al sistema, ha encontrado su “zona de confort” en el Estado y, después de todo, se siente cómoda en el statu quo. “Que Insaurralde haga la suya mientras no me toquen la mía”. El populismo también distribuye privilegios a los que muchos se aferran.
El resultado electoral tal vez pueda verse de dos formas: más del 60 por ciento (sumados los votos de Massa y Milei) se inclinó por la continuidad de una cultura: la del populismo y los atajos, aunque de signos contrarios. Uno sumó adhesiones con el reparto de plata y la reivindicación del subsidio; otro con los espejismos de la motosierra y la dolarización. Pero también es cierto que más del 60 por ciento (sumadas todas las opciones opositoras al oficialismo) votó a favor de una Argentina distinta. Nunca es tarde, al fin y al cabo, para empezar a construirla.
© La Nación
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