Por Pablo Mendelevich |
Martín Insaurralde cometió un grave error. Así de escueta, de rotunda, fue la explicación oficial del Bandidogate.
Parece increíble que el yate en el que Insaurralde terminó navegando hacia el ostracismo se llame Bandido. La realidad ofrenda cada tanto estas transparencias. Pero aún más sorprendente es que se quiera pasar por alto el problema del poder adquisitivo del rentador del yate como si sólo hubiera habido una infracción moral.
La doctrina del grave error unitario salió de la cabeza de Sergio Massa. La enunció él mismo el domingo por la noche al salir del debate, en Santiago del Estero. Un cronista de LA NACION+ lo corrió para hacerle la impostergable pregunta que los otros cuatro candidatos presidenciales acababan de ahorrarle quién sabe por qué: “¿tiene (usted) una opinión sobre el escándalo Insaurralde?”. La respuesta estaba precocida, ansiosa por ver la luz. Había insumido muchas horas de análisis. Massa, que venía de decir ante millones de argentinos que este gobierno no es suyo, se vanaglorió a través de sus usinas informativas de haber sido el que decidió cortar de cuajo con Insaurralde, un funcionario provincial.
Alguien deberá pedirle ahora a Massa (¿se despabilarán para el segundo debate sus rivales?) que especifique cuál fue exactamente el grave error (“un” error) de Insaurralde. Porque así planteadas las cosas, las opciones podrían ser varias: 1) no debió navegar en yate alquilado por el Mediterráneo; 2) no debió separarse de Jésica Cirio; 3) tendría que haber supervisado el manejo de las redes que hacía su acompañante, tan sedienta ella de exposición como cabía prefigurarse; 4) debió alquilar un yate llamado Honesto para que no lo descubran; 5) olvidó maquillar la escapada con una supuesta misión oficial, algo así como que tuvo que viajar a Marbella para estudiar la calidad del turismo de allí con miras a mejorar el programa de viajes gratuitos de egresados, “una política que iguala”, como dice siempre el gobernador Axel Kicillof, debido a que “algunos tienen plata para viajar y otros no”.
A todas luces la doctrina del grave error unitario es una falacia. Con semejante extinguidor no cabe esperar que el incendio se apague. La falacia consiste en circunscribir el hecho a su costado obsceno, soslayar el tema del origen de los recursos económicos y sugerir que se trató de un súbito episodio, un hecho aislado que sorprendió al entorno.
Es cierto que reconocer lo obsceno ya tiene un importante costo político, pero probablemente se lo estimó más económico que admitir un segundo caso consecutivo de corrupción flagrante. En el Chocogate la presunción de que hay metástasis desencadenó un silencio sepulcral. Junto con la pax cambiaria ahora está la preocupación oficial de velar por la pax Chocolate.
El Bandidogate, en cambio, tiene por sobre todo la fuerza de la imagen. José López en el convento y Florencia Kirchner con su caja de seguridad ya demostraron cómo si hay video la penetración social de un escándalo se multiplica.
“Falta de ética más que un delito”, redondeó Carlos Bianco, jefe de asesores del gobierno bonaerense. A la ética ya se le había echado mano para algodonar casos tales como la fiesta de cumpleaños de la primera dama durante la pandemia.
“Terminemos con la payasada”, pidió Alberto Fernández en México el 23 de febrero de 2021 cuando se posicionó frente al vacunatorio Vip. “No hay una tipificación penal que diga que ‘será castigado por adelantarse en la fila’”. Sólo eran pícaros colados. Con el mismo argumento cuatro meses después la jueza María Eugenia Capuchetti archivó la causa de los vacunados privilegiados pero la Cámara Federal la revocó y ordenó que la investigación continúe.
Fernández finalmente dictó sentencia con la ayuda de la ética (aunque la Constitución le prohíbe expresamente arrogarse el conocimiento de causas pendientes) en los juicios de su vicepresidenta. Al asociarse con Lázaro Báez, Cristina Kirchner, cometió “un descuido ético grave”, no delitos, ilustró el profesor de derecho.
La ética, pues, ha resultado ser un auxiliar del peronismo antes de que Insaurralde ventilase su propia faltante. Siempre lista, si se la convoca presta servicio casualmente cuando hace falta ahuyentar sospechas de corrupción. Deja pendiente, es verdad, el problema de despegarse del sujeto de ética magra, pero para esa emergencia siempre está disponible el culpable polirrubro: Mauricio Macri.
Kicillof declaró el lunes que él no sabía nada “del viaje” de Insaurralde. ¿Por qué no sabía nada? Porque no es como Macri, explicó, quien “espiaba a sus funcionarios, es público que los seguía”. Aunque no lo veamos, Macri siempre está.
Orgulloso de no recurrir al espionaje doméstico, lo que el gobernador nos está revelando es cuánto se concentra cuando gobierna. Si su jefe de Gabinete se le escapa a Europa él ni siquiera se entera.
Lo cual sugiere dos cosas. Una, que el jefe de Gabinete (descartada la posibilidad de que sea un ñoqui) no reportaba al gobernador. ¿Qué sería, un líbero? ¿O dependía de la vicepresidenta y le avisaba a ella cuando se tomaba unos días? Y dos, mucho más importante, que de la vida del jefe de Gabinete -o de quien lo era hasta el fin de semana-, de sus ingresos extra, de sus divorcios millonarios en dólares, de su nivel de consumo, de sus gustos por lujos inalcanzables para la gran mayoría de los bonaerenses y, digamos, de su ética, el gobernador no tenía la más pálida idea.
Ahora surgen testimonios que indican que en el planeta kirchnerista existen dos corrientes en cuanto a la forma de vida que llevan los funcionarios. Una, austera, o por lo menos común, quizás de los más ideologizados, y otra no digamos lujuriosa, término que puede conllevar prejuicios de factura religiosa, pero desenfadada, ostentosa en cuanto a gustos caros, fortunas difíciles de explicar, pasión por el dinero, avaricia, derroche. Kicillof, que pertenece al primer grupo, al parecer tampoco estaba al tanto de la existencia del segundo, pese a que sería igual de notorio e impudoroso que el de varios sindicalistas nacionales a los que conoce bien.
Contra lo que podría esperarse de un grupo político con postulados ardientes de igualdad y fervor anticapitalista, pibes para la liberación y propensión al fanatismo “progresista”, parece ser que la convivencia de ambos estilos no ha sido un problema. ¿Cómo se explica? Acaso porque el kirchnerismo nació con ese contraste. A Néstor Kirchner, hombre fiel a la birome Bic y a los mocasines vulgares, ni los hoteles seis estrellas ni las marcas ni los lujos en general le quitaban el sueño (sí las caja fuertes), al revés de lo que sucedía -o sucede- con Cristina Kirchner, cuya vocación por el gasto de dineros públicos en ella misma (aviones oficiales para que le lleven los diarios o los muebles) y la ostentación de riqueza propia nunca pasó inadvertida para nadie.
En los comienzos del kirchnerismo, que coincidió con el momento en que los Kirchner conocieron Europa, ese estilo ostentoso de la entonces senadora y primera dama tomó envión y quedó simbolizado sobre todo por su apego a la marca de carteras y bolsos Louis Vuitton.
Casualmente la icónica marca Louis Vuitton reapareció ahora en la escenografía kitsch del yate Bandido, junto con otros símbolos de la misma especie, como los Rolex o el champagne francés. Acceder con salarios estatales a esos supuestos objetos aspiracionales a bordo de un yate cuyo alquiler diario es de miles de euros, se sabe, no resulta posible. Vida apta para millonarios.
¿Cómo hizo Insauralde? ¿Lo logró con faltas éticas?
© La Nación
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