Por Jorge Fernández Díaz |
La escritora satírica Pola Oloixarac se sorprendió la noche del domingo por la decepción que imperaba entre los militantes de La Libertad Avanza; los llamó “llorones” y les previno que deberían estar contentos por su líder, dado que consiguió lo que quería: “Dividir a la oposición. Javier Milei va a recibir una estatuilla con una Motosierra de oro, cortesía de Eurnekian y Massa”. Esa amarga ironía de la derrota alude a una verdad obvia que sin embargo fue olvidada y que debería inscribirse de una vez y para siempre en el frontispicio del edificio político argento: “Dividida la oposición, es imposible ganarle al peronismo unificado. Y viceversa”.
La rutilante aparición de un outsider, inscripto en la Nueva Derecha Internacional y con el desaforado discurso del antisistema, trastocó todo el andamiaje de partidos e hizo pensar a los supersticiosos de lo nuevo que su triunfo sería irreductible –como había sucedido en otras latitudes– y que se acababa por lo tanto una era: ya la batalla electoral no se libraba más en el territorio analógico sino en las redes sociales, donde Milei contaba con un ejército de internautas que le ganaba diez a uno a las tropas kirchneristas y republicanas. El “aparato de la vieja política” se había vuelto obsoleto. La realidad, sin embargo, se presentaba un tanto indócil a este teorema entusiasta, puesto que antes y después de las primarias, los candidatos tradicionales ganaron todas y cada una de las elecciones provinciales y municipales. Cuando se jugaba por los porotos, para decirlo en criollo puro, la gente prefería la seriedad a la “locura creativa” o, en todo caso, adhería al “malo conocido” y no a la “bueno por conocer”, y los aparatos reales se mostraban sumamente diligentes: es así que los libertarios cosecharon una increíble cantidad de derrotas distritales, aunque desdeñaron ese dato fundamental, que era una señal de alarma, tal vez porque ya se encontraban en otra frecuencia; flotaban en la suave nube violeta que les había obsequiado las PASO: los votantes podían optar por la “casta” en comicios de cercanías y aun así consagrar a la “anticasta” en elecciones generales. No había de qué preocuparse; viva la libertad, carajo. Los periodistas desconfiamos de ese esoterismo, pero también acabamos resignadamente por aceptarlo. Fue un error: no hay elección más cercana que una presidencial; nunca están más en juego los porotos que cuando se elige al gobernador de la provincia de Buenos Aires y al jefe máximo del Estado.
El súbito y electrizante arribo de un “antisistema” es una fatalidad que siempre trastorna los posicionamientos y discursos; incluso también las identidades, puesto que separa lo que estaba unido: aquí liberales que se decían republicanos, resulta que a la hora de la verdad no lo eran tanto y, en consecuencia, migraban alegremente al populismo de derecha y abrazaban de pronto esa nueva causa con la fe de los conversos. Lidiar con un fenómeno semejante no ha sido sencillo para ninguna dirigencia en ningún lugar del planeta. Trump desestabilizó al Partido Republicano y Vox le permitió retener el gobierno a Pedro Sánchez. El lunes 14 de agosto Milei comenzó su proceso de demolición, que no tuvo por objeto al massismo, sino a Patricia Bullrich, sus miserables centristas y sus “viejos meados”. La primera reacción de ella fue ignorar el ataque; luego no pudo sustraerse a devolverle una a una sus invectivas. Pareció entonces que Bullirch emergía de una interna feroz con Rodríguez Larreta y se sumergía por entero en otra interna salvaje con Milei, mientras Massa se entretenía solito con su infame pero efectivo Megaplan Platita, eludía el dramatismo de la superinflación, invisibilizaba en parte su descomunal fracaso gestionario –agregó dos millones de pobres–, y preparaba su campaña del miedo, con la inestimable ayuda, por cierto, del anarcocapitalista, que prometía a viva voz el estallido, el sufrimiento, la enemistad y la cancelación. Exultante por la victoria de Unión por la Patria, Pablo Moyano lo dijo con extraña precisión hace unas horas: “La mejor campaña de Sergio fue el discurso de Milei”. José del Río explicó ayer, como nadie, los incontables “regalos” que el ministro prodigó sin que le importara estar amasando una hiperinflación y un crac macroeconómico, y nos refrescó dos números cruciales de fondo: el kichnerismo ha creado una nueva clase social –los empleados estatales–, que rozan los cuatro millones de personas. En contraposición, los empleados privados en blanco apenas superan los seis millones. Sumado esto a los infinitos cheques en concepto de subsidios a la pobreza que firma cada mes la administración pública tenemos una rápida dimensión del y lo cuesta arriba que se hace desalojar del poder a quienes han generado una dependencia tan grande y cuentan con un piso tan alto y una capacidad extorsiva tan fuerte.
Nuestro país, no obstante, se ha convertido últimamente en un gran lago de cisnes negros: la sociedad pintó de violeta el mapa y sesenta días más tarde lo tiñó de celeste. Así como Milei trabajó en las postrimerías de agosto la falsa idea de que había triunfado y la historia estaba sellada, hoy Massa ya es considerado el presidente electo. Tiendo a creer, por las características de su triunfo, que el “brillante” ministro de Economía está en lo cierto, pero darle por ganado el ballottage, con este pueblo en fase maníaco-depresiva, no sería prudente. Algunos de nosotros, con el apabullante resultado de las primarias en la mano, salimos a estudiar la larga y rica historia del libertarismo y los siniestros trucos de Steve Bannon; tal vez deberíamos seguir con nuestros libros de siempre, sobre todo con el “Fouché” de Stefan Zweig y con “Conducción política” de Juan Perón. Esperaremos un mes más para ver qué ala de la biblioteca nos convoca, porque todo sigue abierto en la Argentina. Y porque la sociedad continúa siendo insondable. Se ha revelado que el enorme “voto escondido” –de quienes no respondían encuestas y eludían blanquear su decisión íntima– era lisa y llanamente un voto vergüenza. Y no era para menos. El filósofo Rolo Villar lo describe con puntual contundencia: “El dinosaurio votó al meteorito”. El domingo ganó el sistema corporativo que provocó esta hecatombe económica y social. Ganaron las matufias que lo sostienen y los corruptos impunes que lo frecuentan: ellos pueden seguir navegando tranquilos en sus suntuosas naves; a sus víctimas directas no parece importarles. Tal vez ser un millonario corrupto se haya convertido en una vocación aspiracional en esta nación venal y degradada. Ganó el “mecanismo”, como le decían los brasileños al Lava Jato. Ganó el fullero, que no solo hace trampa, sino que despierta admiración por su praxis. Tras la larga noche kirchnerista, quizá ya aventada la chavización que alguna vez tuvo en mente la Pasionaria del Calafate, la sociedad parecía pugnar inconscientemente por una suerte de neomenemismo. Milei por fuera y Massa por dentro aspiran ahora a encarnar esa aventura. Para algunos republicanos, es como elegir entre un vampiro y un licántropo.
Con plena conciencia de sus debilidades, el libertario dio por finalizada expresamente el domingo la campaña de hostigamiento iniciada por “las fuerzas del cielo” contra los tibios que vomitará Dios y contra el “cobarde centrismo”. El centro, que ya no parecía una ancha avenida hace dos meses, hoy se presenta como una autopista de diez carriles, y los dos contendientes finales buscan salirse de la banquina y pescar en el tránsito revuelto. Massa, en su discurso victorioso, descubrió de repente la independencia del Poder Judicial, la educación pública, los valores institucionales, la seguridad y el orden, todas cuestiones devaluadas por su propio gobierno. Le tomamos la palabra, ministro. También para que deponga la lógica amigo-enemigo, grieta que usted ahora denuncia, que cavaron los Kirchner y que falsamente prometió alguna vez desmontar Alberto Moderado. Ese acting de un Massa bruscamente republicano se llevó a cabo ante una multitud que voceaba la modernísima consigna “Patria sí, colonia no”. De paso, sería interesante que Sergio no prometa más nada, por más virtuoso que sea, hasta cumplir al menos la promesa inicial de bajar la inflación. Aunque, claro está, su cosecha dominguera podría llegar a convencerlo de que la “maquinita” genera pobreza pero también conquista voluntades, y que puede seguir administrando el incendio sin peligro de quemarnos vivos a todos. Porque si gana el ballottage heredará la bomba atómica que con tanto esmero preparó para su sucesor y el peronismo deberá entonces levantar su pesada hipoteca y probar de su propia medicina. Que es ácida e indigesta. También lograría concretar el sueño (o pesadilla) del quinto gobierno kirchnerista, evidencia incontrastable de que al degollado le gusta el cuchillo. Habrá que ver si, llegado ese momento, a Cristina le agrada tanto ser reemplazada por un nuevo líder del justicialismo, y si no maldecirá alguna vez la hora en que deseó con todas sus fuerzas un triunfo de su socio, a quien considera un tahúr. Una cosa es asegurar el bastión y la cueva; otra muy distinta es ceder de hecho el timón a un Fouché que de mínima intentará jubilarla. Un nuevo género de intrigas se iniciaría entonces: se le aconseja a Kicillof que, por las dudas, duerma con un ojo bien abierto. Su respaldo en las urnas –luego de popularizarse su ineptitud como gobernador y la devastación completa que produjo su “modelo”– ratifica que la colonización ideológica y operativa del peronismo feudal ha sido muy efectiva y crea adicción. El escritor satírico Chuck Palahniuk siempre dice: “Si tu adicción no se renueva y mejora constantemente, eres un perdedor”.
© La Nación
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